martes, 23 de noviembre de 2010

Noveno: inglés


  No es mi intención escupir odio como acostumbraba hacer a los quince años, por eso no me voy a explayar demasiado. No me voy a explayar demasiado, además, porque soy conciente de lo desagradable que resulta alguien que de todo se queja y todo critica negativamente. Quiero comentar, y sólo porque tengo ganas, que aborrezco a la gente que se jacta de estar versada en la lengua inglesa. Sí, gente que cree estar luciéndose sin llegar a descubrir que en realidad parecen unos idiotas.

  Lo mío no es envidia. Es decir, yo también se suficiente inglés… pero no me la paso intercalando palabras en mi discurso patéticamente. Me tocó varias veces cruzarme con personajes insoportables, con una actitud presumida, por conversar entre ellos a los gritos en un inglés fluido que la mayoría no tiene. Sí, ya entendí. Ya entendimos todos. Tenés un inglés fluído, lo cual te ubica en una posición superior a la nuestra, que solamente podemos recitar la letra de alguna que otra canción de AC/DC. Sos genial.

  Perdón, en serio. Porque puede ser que alguno de ustedes haga esas cosas y lo último que quiero es que me manden a la mierda. Pero lo digo de verdad: es insoportable. No tiene nada de malo estudiar el idioma y disfrutarlo, compartirlo con otros y querer mostrar nuestro progreso a quien sea practicándolo todos los días, pero por favor… un poco de humildad no le viene mal a nadie.


 
(…)

But I, being poor, have only my dreams;
I have spread my dreams under your feet;
Tread softly because you tread on my dreams.

martes, 9 de noviembre de 2010

Octavo: Celular

  Que tenía que usarlo. Que necesitaba uno para ellos poder enterarse si volvía a casa, o para corroborar por lo menos que estuviera vivo. Y yo respondiendo que durante tanto tiempo hemos habitado un planeta surcando nuestra existencia de mierda sin un puto celular. No quería ser canchero, uno más del montón.

  Pero como Felipe bien decía, terminaba siendo uno más que viene a engrosar el montón de los que no quieren ser uno más del montón. Mi originalidad, sustentada en el hecho de no tener celular, se convertía en una suerte de chiste estúpido muchas veces malinterpretado como rebeldía contra el sistema capitalista. La rebeldía era contra lo que yo consideraba común y propio de la masa insulsa (vamos Gabriel, como si vos fueras superior). No es que me sintiera desconectado del mundo ni que tuviera pocos amigos, tampoco me costaba usar un celular.

  Perdí. Hace poco heredé el celular de mi hermana Virginia, el cual es un modelo bastante nuevito, reitero, canchero, y que estuvo apto para ser usado después de un arreglo simple. Paso yo entonces a ser uno de tantos que dice “agendame, pasame el tuyo” y mete una mano en el bolsillo en busca de un común denominador. A veces también siento que me cosquillea un poco el culo cuando me mandan un mensaje, porque el aparato vibra.

Pero dejo de ser uno más también del otro montón. No está tan mal.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Séptimo: Solo

  Ya les abriste la puerta y se fueron, Gabriel. Habían caído en tu casa de visita porque era el día de la primavera, porque era el día del estudiante y algunos todavía lo son. Porque son tus amigos, coinciden. Y lo indecible, lo tácito, es que amortiguan la inclemencia de eso que te fatiga y todavía no descubrís qué es.


  No van a leer esto a menos que vos lo quieras, porque nunca leen las estupideces que escribís. Ya les abrís la puerta de calle, decíamos, y rematás con unas risas y comentarios estúpidos tuyos para terminar de pulir ese personaje que tan bien supiste crear. No sea cosa de que te descuides y terminen todos conociéndote (tal vez sí te conozcan pero de nada les sirve decirlo). Qué cursi, decís siempre.


  Cerrás la puerta y se te desdibuja la sonrisa, acaso también le pase a alguno de ellos (acaso a todos). Tu rostro verdadero. Se termina la comedia del personaje, el tuyo, ese que se ríe como los demás y habla banalidades; ese que esperás destruir con sensatez algún día para poder ser vos. Así que chau, nos veremos ya en cualquier momento porque tu casa nunca está vacía.


Pero vos estás siempre solo, aunque es imposible decirlo.

miércoles, 25 de agosto de 2010

De oníricas atroces


En el sueño estoy en mi casa, oscura. No es de día ni de noche; no hay momento vespertino anaranjado ni mediodía fulminante, afuera está la nada, un vacío, un espacio negro e infinito. Lo normal sería que me perturbara, pero por un motivo secreto miro en esa dirección para darme cuenta de que no me preocupa lo que veo.

Sé que estoy en el comedor y hay una luz prendida, así como hay luz en la habitación de mi madre. Nadie más está en la casa cuando atiendo el teléfono que en realidad nunca sonó. Pero no importa quién es, porque eso es irrelevante para la historia; lo importante es que quiere hablar con mi madre, que está recostada en su cuarto mirando televisión.

Le grito que mamá, teléfono, atendé, es para vos. Mamá. Y lo grito más fuerte pero no me responde. Dejo el teléfono descolgado, total que el otro espere, y voy a buscarla. Su habitación está al lado así que para entrar tengo que salir al patio y hacer una curva cerrada. Cuando estoy haciendo esa curva vuelvo a notar la oscuridad absoluta que parece comerse a la casa toda, deshaciendo de a poco las paredes y convirtiéndola en más oscuridad. Otra vez yo indiferente, no se por qué, sin miedo.

En el trayecto miro el lugar apenas reconocible. Miro mis manos, además, y me sorprenden infantiles. Entonces ahora se que todo mi cuerpo es el de antaño, llegando apenas al picaporte.

Entro para verla recostada en la cama, en la misma posición de siempre al momento de mirar televisión. Pero el aparato está apagado y ella, firme e inmutable, sostiene las sábanas por encima de su cabeza, dejando asomar unos dedos extraños. Por supuesto que no puedo ver su cara, así que me acerco con la sospecha de que va a ocurrir lo espantoso. Me paro al lado para decir otra vez, esta vez casi susurrando, que teléfono mamá, que hay alguien del otro lado de la línea que te quiere decir algo. No importa quién.

No contesta. En vez de eso deja que mi mano roce con descuido aquellos dedos extraños, que no son de ella, para bajar la sábana y descubrir lo que en realidad ya sabía. La tácita certeza del horror es ahora más real que nunca cuando me encuentro con ese rostro. No es mi madre. Es el rostro de una anciana moribunda que yo conozco. Es también el de mi madre, sí, unificados ambos en tono grisáceo, seco y muerto el cabello. Ahora paso sólo un instante indeciso, sin saber cómo reaccionar ante el pavor que me genera aquello con ojos negros mirando hacia la nada.

Mi boca en realidad se abre sola en un principio de asombro cuando me sorprendo pensando que si el dolor tuviera un rostro sería ese. No me doy cuenta hasta que gesticulo el sufrimiento y la desesperación por vez primera. Entonces ya no existe el teléfono, el televisor ni nada más fuera del cuarto; me sofoco porque tampoco existe el aire, pero me imagino que ya no va a importar cuando mis pulmones compartan ese destino.


Estoy por dejar salir el grito desgarrador, así que primero quiero sacudir a la intrusa y quizás golpear esas mejillas demacradas para que se transformen. Además decirle que se detenga, que yo estoy mirando y dudo poder controlar el miedo. Pero justo antes lloro sin lágrimas y me quedo sin voz, queriendo que eso no esté pasando. Lo mejor sería que fuese un sueño.

miércoles, 30 de junio de 2010

Quinto: Despido

  Me lo dijo de una manera sutil, pobre buen hombre. Con una sonrisa un poco forzada en esa cara que le quedaría tan bien a un verdugo. Pero más pobre yo, que ya sabía lo que me esperaba. Opté por una sonrisa igual de forzada y una actitud transigente para recibir la noticia.

  Me invitaba a sentarme y yo asentía mientras le daba más importancia al futuro inminente. Pensaba en el proceso que atravesaría más adelante, lo cual es para mí no menos que agobiante: buscar trabajo. Y no me refiero al hecho de trabajar, más allá de lo que algún corto de mente entienda, sino más bien al hecho de buscar trabajo.

  Que vos te desempeñás bien, que no es tu culpa, que tenemos inconvenientes, que vos sabés cómo es la cosa y que la reputa madre que te parió. Te deseo mucha suerte. Todo acompañado de una condolencia francamente predecible. Me llamarían, aclaró, para que mi angustia y yo pasáramos a cobrar en la semana. Después de dialogar un poco, quizás porque soy excesivamente educado (y un poco tonto) me levanté sin dejar de sonreír y le deseé un buen día.

Ahora vuelvo a sentirme fuera de lugar.

lunes, 14 de junio de 2010

Cuarto: China


  Mi atención se centra a veces sobre el vacío que se percibe en la alacena cuando ya no hay café, especialmente en las tan oscuras madrugadas de invierno. Café instantáneo Dolca que será adquirido, pienso, en los chinos de la otra cuadra apenas éstos despabilen.

  Suelo entrar a sus dominios, repetido hasta el cansancio e impregnado todo con esos identificables olores, saludando muy amistosamente. Lo que me llama la atención entonces no es que me haya olvidado por completo de lo que estaba buscando, tampoco que cueste tanto ablandar un poco su antipatía después de diez años. Lo que realmente me llama la atención es la hija de los dueños, quien definitivamente no es una china fea.

  La miro cuando entro y pienso si podré decir alguna estupidez para sacarle una sonrisa, y como es algo ya común en mí decir estupideces no me toma mucho trabajo. Los padres a veces me miran con sospecha y hablan entre ellos, acaso puteándome en un idioma que encuentro tan incomprensible como el fútbol. Mientras, ella ahí parada me habla en un perfecto argentino y de vez en cuando me sonríe generosamente.

En ese instante me sorprendo descubriendo que no la encuentro muy china que digamos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Primero: Beatles


  Quizás una confesión de último momento, inevitable, impulsada vaya uno a saber por qué. Soy una persona que gusta de la música y su omisión me parece impensable. Aunque fuera por un solo día. Sin explayarme demasiado y hablar de lo que escucho, voy a decir lo siguiente: toda la vida evité a los Beatles.

  Me burlaba de ellos, los criticaba, y estaba seguro de que no podría disfrutar ni una de sus canciones. Como no me gustaba saberlos queridos por tanta gente, atribuía ese cariño a razones absurdas que ya no recuerdo. Decía eso, por supuesto, sin escucharlos detenidamente, porque yo soy estúpido, y los estúpidos hacemos esas cosas. De esta manera estuve siempre del lado de los cuadrados que dicen detestarlos porque sí.

  En el transcurso de la semana última, triviales pero afortunados acontecimientos depositaron mi atención en la antigua banda. No sólo comprobé, como ya es costumbre, que soy estúpido, sino que los muy hijos de puta tienen un tema mejor que otro.
Ahora estoy del otro lado y celebro eso.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Continuidad de un sueño (II)

  Habías dormido mal la noche anterior, siempre era así. Te sentaste sobre la cama y pudiste sentir el palpitar de un corazón cansado. Y no es que tuvieras problemas cardíacos, Juan, sino que aquello te había hecho mal. Por la noche habías estado batallando con una almohada caliente y pensamientos oscuros, no sin levantarte más de una vez para tomar agua en vano y comprobar que el ventilador de pie realmente estuviera funcionando.

  No fue sino hasta las cuatro de la madrugada, te parece, que caíste en una ligera somnolencia, interrumpida por breves sobresaltos sin sentido. Creíste en el momento escuchar un susurro cercano, y lograste dormir cuando supiste que eran sólo retazos de un sueño aquello que confundía tus sentidos. Un escenario onírico y lejano se entrelazaba con la realidad. Aquel sueño venció y en pocos segundos reemplazó la habitación sofocante y la almohada caliente, transportándote a un lugar mejor.

  La paz no duró mucho. Media hora mas tarde estabas tambaleándote en la oscuridad, y decidiste que ibas a esperar sentado en tu escritorio. Ibas a esperar a tus pupilas para poder descifrar algo en esa oscuridad, y quizás prendieras la lámpara para escribir incoherencias.


* * *
  Dispuesto finalmente a satisfacer tu antojo pensás que ya no sabés escribir a mano. Resulta cuando menos incómodo estar sosteniendo la hoja con la izquierda mientras la derecha se desliza torpemente sobre la nada para darle forma a tus pensamientos. Qué sería de vos sin los renglones, Juan. Al menos aquellos paralelos silenciosos mantienen un orden, cada palabra en su lugar.

  Basta con estar diez minutos en esa habitación para comenzar a sentirse sofocado. Bastan otros cinco para darse cuenta de que no se trata de una exageración. La sofocación es real, acaso producto de un enero pesado, y la insoportable humedad no hace menos que contribuir al infierno climático. Por momentos el ventilador se te antoja insuficiente. Aquellas aspas arrastran el aire caliente sin resultados, y hasta el gato, recostado sobre las baldosas del cuarto, abre la boca, agotado, en un intento por renovar el contenido efímero de sus pulmones.

  Ahora, mientras escribís un ahora torpe, la sombra de tu diestra danza bajo la luz de la única lámpara… se contorsiona. Y para tu sorpresa te enterás de algo que hasta el momento habías estado pasando por alto. Te enterás de eso porque sentís un intruso en la nuca y otro, de manera simultánea, en el tobillo derecho: los mosquitos te están comiendo vivo. Te habías olvidado de los mosquitos, Juan. También notás un olor desagradable pero todavía no podés decir qué es.

* * *

  Te desprendés del escritorio lentamente, sintiendo la espalda despegarse de un respaldo asqueroso, empapado de transpiración. Algo parecido te pasa con las manos cuando dejás de sostener el papel con la izquierda y la birome con la derecha, pero ya no le prestás atención a eso. Con dedos hábiles movés la persiana y observás el afuera. En realidad, hay que decirlo, no observás nada más que un patio bañado por la luz de la luna y otro gato que te devuelve unos ojos refulgentes, cosa que tampoco merece demasiado tu atención. Una paz increíble, pensás.

  Vos no lo sabés todavía, pero ya falta poco para que se termine esa paz. Porque vas a estirar el brazo para tomar el encendedor del estante y vas a saber por qué estaba tan pesado el aire. Vas a saber por qué te costaba respirar, y no va a ser difícil descifrar aquel olor curiosamente familiar. Vas a entender que la insólita somnolencia, el súbito cansancio, tuvo un motivo más que perturbador: horrible. Vas a llevarte un cigarrillo a la boca para sentir un pulgar moviendo el mecanismo de tu destrucción. Algo que nunca imaginaste, algo que te habría parecido imposible horas atrás, algo que te hubiese causado gracia de sólo pensarlo.

  Ya está, el momento que siempre imaginaste pero nunca de esta manera. Ni un segundo te toma comprender el error y lamentarte de que sea demasiado tarde. Ni un segundo, es cierto. Sos conciente ahora, como nunca antes lo fuiste, de tu propia mortalidad. Porque no llegás a detener tu pulgar, Juan, y tus ojos se abren en un gesto infinito de horror. En esas pupilas dilatadas se presenta ahora un instante en el que todo termina, y se expande la chispa que te convertirá en recuerdo. Antes de que pase otro segundo tenés la certeza.
Ya no sos hombre; sos noche eterna.