miércoles, 25 de agosto de 2010

De oníricas atroces


En el sueño estoy en mi casa, oscura. No es de día ni de noche; no hay momento vespertino anaranjado ni mediodía fulminante, afuera está la nada, un vacío, un espacio negro e infinito. Lo normal sería que me perturbara, pero por un motivo secreto miro en esa dirección para darme cuenta de que no me preocupa lo que veo.

Sé que estoy en el comedor y hay una luz prendida, así como hay luz en la habitación de mi madre. Nadie más está en la casa cuando atiendo el teléfono que en realidad nunca sonó. Pero no importa quién es, porque eso es irrelevante para la historia; lo importante es que quiere hablar con mi madre, que está recostada en su cuarto mirando televisión.

Le grito que mamá, teléfono, atendé, es para vos. Mamá. Y lo grito más fuerte pero no me responde. Dejo el teléfono descolgado, total que el otro espere, y voy a buscarla. Su habitación está al lado así que para entrar tengo que salir al patio y hacer una curva cerrada. Cuando estoy haciendo esa curva vuelvo a notar la oscuridad absoluta que parece comerse a la casa toda, deshaciendo de a poco las paredes y convirtiéndola en más oscuridad. Otra vez yo indiferente, no se por qué, sin miedo.

En el trayecto miro el lugar apenas reconocible. Miro mis manos, además, y me sorprenden infantiles. Entonces ahora se que todo mi cuerpo es el de antaño, llegando apenas al picaporte.

Entro para verla recostada en la cama, en la misma posición de siempre al momento de mirar televisión. Pero el aparato está apagado y ella, firme e inmutable, sostiene las sábanas por encima de su cabeza, dejando asomar unos dedos extraños. Por supuesto que no puedo ver su cara, así que me acerco con la sospecha de que va a ocurrir lo espantoso. Me paro al lado para decir otra vez, esta vez casi susurrando, que teléfono mamá, que hay alguien del otro lado de la línea que te quiere decir algo. No importa quién.

No contesta. En vez de eso deja que mi mano roce con descuido aquellos dedos extraños, que no son de ella, para bajar la sábana y descubrir lo que en realidad ya sabía. La tácita certeza del horror es ahora más real que nunca cuando me encuentro con ese rostro. No es mi madre. Es el rostro de una anciana moribunda que yo conozco. Es también el de mi madre, sí, unificados ambos en tono grisáceo, seco y muerto el cabello. Ahora paso sólo un instante indeciso, sin saber cómo reaccionar ante el pavor que me genera aquello con ojos negros mirando hacia la nada.

Mi boca en realidad se abre sola en un principio de asombro cuando me sorprendo pensando que si el dolor tuviera un rostro sería ese. No me doy cuenta hasta que gesticulo el sufrimiento y la desesperación por vez primera. Entonces ya no existe el teléfono, el televisor ni nada más fuera del cuarto; me sofoco porque tampoco existe el aire, pero me imagino que ya no va a importar cuando mis pulmones compartan ese destino.


Estoy por dejar salir el grito desgarrador, así que primero quiero sacudir a la intrusa y quizás golpear esas mejillas demacradas para que se transformen. Además decirle que se detenga, que yo estoy mirando y dudo poder controlar el miedo. Pero justo antes lloro sin lágrimas y me quedo sin voz, queriendo que eso no esté pasando. Lo mejor sería que fuese un sueño.