domingo, 21 de enero de 2018

Puentes hacia la nada

  Cierto mes, en cierto día, en determinado minuto de alguna hora específica, te recordé. En otro tiempo creí que éramos amigos. En mi mente reverberan escenas de tu grata compañía, y eso me confunde todavía más. Se reproduce en la memoria tu abrazo. Cuando te conocí me hiciste bien en un momento en el que lo necesitaba; me levantaste del suelo y me ayudaste a limpiarme la sangre. De cuanto pudiera recordar de aquella amistad, al final todo se resume a una amargura. Lástima. Sospecho que tu vida, rodeada de gente dulce, aparentemente natural y cálida, es en realidad solitaria, fría, de un celeste apagado. Sospecho que descartás a las personas cuando te cansás de jugar con ellos, que los escupís cuando ya no les sentís sabor. Sospecho que tus relaciones son planas y superfluas, de nada sirven más que para sostener un mundo de mentira, adornar tu ámbito, hipócrita, convulsionado en una agenda repleta de actividades formales, fluctuante entre la metrópoli y el apaciguamiento en los pueblos que explorás casualmente con tu mochila, como una aventura repleta de frases trilladas, y momentos cliché que describen una idiosincrasia que no tenés. La fotografía te ayuda.

  No sos real… yo sí. Soy real aunque mi mundo sea pequeño, individual, a veces frío y cerrado. Soy real aunque te asuste mi profundidad. Son reales las montañas que viste en tus viajes, el pasto que oliste y la tierra que pisaste, la cual fue indiferente a tus pasos y tu existencia, como vos lo fuiste, un día cualquiera, repentinamente, a mí. Te recuerdo mutando espantosamente de la amistad bondadosa a la cruel distancia, lacerante, sólo porque esa es tu naturaleza, y recuerdo no entenderte. Recuerdo también la bronca, la resignación, la llama que se atenuaba, y cuando ya no hubo siquiera rencor. Recuerdo finalmente cuando te extirpé, indiferente y frío, como sólo de vos podía aprender a serlo. Al principio nunca es fácil.

  Recuperé sin embargo mis libros, esos dos que te había prestado antes de que te marcharas sigilosamente, sin motivo aparente; antes de que viera venir tu crueldad o tu estupidez, que acaso sean la misma cosa. Ambos libros son de los mejores que tengo en mi estante humilde o mediocre. Y te los presté a vos. Hubiese lamentado más que quedaran en tus manos, Cecilia, no tanto el hecho de que nosotros nos hayamos perdido para siempre.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Mundo silente

Llegó un poco más tarde de lo previsto. No tocó timbre. Como siempre, golpeó la ventana con los dedos y el ruido invadió hasta el rincón más introvertido de la casa. Todavía era de día, por lo que un poco de luz vespertina entraba por una de las ventanas grandes con vista hacia las vías y sus inmediatos yuyos. Era la última luz, naranja, directa y punzante. Alejandra se adelantó mientras yo cerraba la puerta del corredor con llave, dejó sus cosas sobre cualquier superficie de madera cercana, y se sentó a la mesa. Llena de polvo estaba la mesa con el gato joven arriba, inquieto y ruidoso quizás a causa de su juventud o de un agradecimiento cifrado por haber sido rescatado de una muerte a la intemperie. Ella prendió un cigarro y guió sus ojos hacia una pared pero sin enfocar nunca la mirada, más ocupada en sus recuerdos que en el presente. Dijo, sin muchos rodeos, que había tenido un sueño extraño. Me dispuse a preparar café mientras escuchaba el comienzo con inocencia infantil.

—Caía en tu casa de sorpresa —comenzó— y veía que las puertas estaban abiertas. Cerradas pero sin llave, digo. Y entré. Estaba silencioso y aunque era de día estaba oscuro… como abandonado. Te busqué y como no estabas me senté acá a esperarte en la mesa del comedor. En un momento me di vuelta y decías algo…

Seguí batiendo el café a la par del relato, reparando (no sé por qué) en la pava sucia que me reflejaba deformado. Llegué a ver mi expresión de desconcierto. Di unos pasos densos que acompañaban el ocaso del afuera y a cada uno parecían acentuarse las sombras de la casa, pesadas todas éstas posando sobre nosotros, envolviéndonos. En aquellos rincones ya no hubo luz cálida. Repentinamente noté que Alejandra había dejado de hablar… y la observé mientras me acercaba a un arco que hace de nexo entre habitaciones. La voz le tembló, perturbada, cuando continuó.

—…me di vuelta y decías algo. Estabas parado en donde estás ahora. Estabas desnudo, con aspecto monstruoso, sonreías diabólicamente, dabas miedo, y decías que no querías que… –se cortó al tiempo que levantaba la mirada y me observaba, ahora, en el presente. Su gesto incrédulo y lleno de espanto rebotó en mis pupilas cansadas. Me sentí distinto, sin saber cuándo había cambiado todo. Alejandra, con su cara pálida, pétrea, y los párpados abiertos en sorpresa quedó detenida en mí. El mundo fue silencio. Ahora estaba desnudo, con un aspecto monstruoso, en la repentina oscuridad de la casa, y mientras sonreía diabólicamente dije: 

—No quería que me vieras así.

El agua hervía y la pava ya no alcanzaba a reflejarme, ni deformado ni nada.

sábado, 1 de octubre de 2016

A last time for everything

 Sé que a veces pensás en mí. Yo también te recuerdo. Recuerdo tus manos y tus hombros, tus muchos rostros y silencios. De a poco pierdo en la entreverada memoria las voces y los perfumes que alguna vez calaron profundo en mi pecho; no los puedo traer a la superficie pero los reconocería en cualquier tiempo y lugar. Distinguiría ojos y uñas en cualquier nación. Sé que me leés de vez en cuando, aunque tu paso se disipa entre rutas virtuales, músicas y otras letras, y ahora quizás la sorpresa te agita la sangre, y te preguntás si me estaré refiriendo a vos. En sueños diurnos visito lugares de una ciudad que caminamos juntos, recorro tu música y visito tu hogar, reproducido fielmente en la memoria. Visito también aquellas últimas palabras que rompieron todo y los miedos y las voces y las fotos. Recuerdo el preciso dolor al despegar las fotos de la pared, la parte más difícil fue aceptar lo definitivo.


 Pero no te extraño. Estoy en otro momento y otro lugar, casi tan lejos como quise estar. Miro anestesiado a través de una bruma espesa. Desde hace un tiempo despierto una mañana de calor o de frío pero ya nunca despierto. Los aromas no existen, los colores se apagan y la esperada fortuna es sólo una sombra que no puedo compartir. Pocas y tímidas cosas mueven mi sangre y me dan calor. El asombro inocente por el mundo y su belleza ha quedado reducido a una repetición insulsa, una mecánica que rige la cotidianidad sofocante bajo un sol blanco. Lejos quedó la emoción por lo nuevo, el vértigo que el porvenir aguardaba. Ahora me levanto y me muevo, pero estoy sintiendo las manos frías, veo mis uñas cambiar a moradas, mi rostro pálido como un domingo, y me doy cuenta de que respiro ansiedad. Respiro ansiedad y cuento hasta cuatro para no morir de frío. Tu hipocresía fue el veneno que entró discreto en mis venas y desde entonces tu nombre fue una triste y mala palabra, pero sobre todo triste.

domingo, 1 de mayo de 2016

Lo inminente

  En una mañana cualquiera, que es también todas las mañanas, se separa de las sábanas inertes con una energía mágica, vertiginosa. El segundero avanza insoslayable y cada instante cuenta. El tiempo no perdona; él tampoco. Se llena los pulmones de vigilia y el aire reciclado de un mundo que sabe desvirtuado. El café es una ceremonia apurada siempre presente, entre perfume, camisa pulcra y zapatos lustrados. El día será similar a otros pero único, y es poco el tiempo que tiene para escrutar su rostro en el espejo cuidadosamente. Tiene un corazón que late fuerte a cada respiro y a cada paso, y tapa la angustia con tenacidad severa. No necesita descansar más; descansará cuando muera.


  Con movimiento firme y seguro apresta el reloj a la muñeca impaciente de recibirlo. A veces se anuda una corbata. Sabe además que debe cuidar la carne, aunque también deba vivir, y ése anhelado equilibrio es lo que tan bien aprendió a dominar para que el mundo no lo dominara a él. El esfuerzo extra de cada día es la ventaja que saca a los débiles, a los insulsos y sumisos que sobreviven pero no viven. Apronta el paso y sale del departamento dejando atrás todos los recuerdos que no necesita hoy, ni nunca. Su mundo íntimo es mínimo pero sólido y no regala amor a quien no lo merezca. Tampoco perdona, o si lo hace también olvida, que es lo mismo. En el ascensor mira con intensidad y por última vez sus ojos fugaces y afilados, oscuros, y dentro puede ver la grandeza que acecha. No en vano le fue dado su nombre.

viernes, 11 de marzo de 2016

Mi casa

Me gusta mi casa. En mi casa estoy solo, no hay nadie más. Hay tres puertas ortodoxas y tres ventanas pertinentes que permiten licuar el sol (dependiendo de la mano y las persianas obedientes) sobre una cama, una mesa y demás artefactos decorativos. Hay, en total, tres cerraduras resguardando el paso intrusivo no tanto como quisiera pero lo suficiente según dicen. A veces hay visitantes inofensivos pero indeseados, y los he dejado morir cuando los encuentro, envenenados, mirando al cielo (o al techo).

Es cierto que hay otros visitantes, además de éstos, que sólo yo puedo percibir. Son personales e intransferibles, y nunca mueren. Son fantasmas del pasado que aparecen intempestivamente sin otro propósito que el de revolver viejas heridas. Me cuesta mucho mantenerlos a raya. Las distracciones son mecanismos tan necesarios como únicos para este fin. Una mano en el hombro, la lectura, un mate, o una conversación trivial con alguien (incluso si no le interesa saber de mis fantasmas ni de mis heridas) me parecen de repente un analgésico. Cuando el efecto del analgésico desaparece vuelven los fantasmas, inexorables, y entonces debo enfrentarlos con estoicismo o patetismo (dependiendo el día).

Decía que en mi casa hay tres ventanas que tragan luz. Pero también puede ser muy oscura, profunda y dilatada como la noche de afuera, como la calle arbolada y las misteriosas vías del tren que nunca tomé. En mis pupilas abiertas entra toda esa casa, de la cual soy dueño. Camino entre sueños y vigilia, rozando con mis manos las paredes y los marcos de las puertas, para tomar un vaso con agua y sentirlo el primero y último. También siento el olor de la lluvia vespertina y las tostadas y el café una tarde repetida. Pegan los rayos del mediodía en las paredes, rebotando en los cuadros y los espejos, que son infinitos. El camino que recorre esta luz es variable y responde a mandatos físicos. No hay plantas ni gatos ni perros ni flores. A veces los he deseado.


En el patio humilde, eventualmente, reinan voces cercanas a las que no adjudico rostros ni siquiera en la imaginación del aburrimiento. Se oyen notas de un piano que nunca vi y risas infantiles que no perturban mis oídos. Son más los momentos en los que prefiero eso, ya que el silencio puede ser violento a veces. He recibido consejos inocentes, y hasta intenté escucharlos, pero mis esfuerzos por ignorar las heridas fueron infructuosos. A mi paso dejo la sangre, y mancho a quien se acerque. Me muevo penosamente, con una carga pesada que me aplasta contra el piso, más o menos fuerte dependiendo la hora y el día; me dobla las rodillas, me encorva la espalda, y no me deja respirar. Hace mucho que no respiro.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Para recordarte con unos versos pobres

Tu frente de niña hermosa
y tus labios afilados
esconden un secreto
que desconoces.

Benditos tus días repletos
de sonrisas falsas
y noches comprimidas
de odas a la nada.

En tus ojos alegres
de iris oscuros creí
ver alguna tarde
abismo insoslayable.

Pero estos no son versos
de amor, ni yo soy tu amigo.
Mi palabra es un puñal
que se hunde en tu carne.

Si tuviera un deseo
por estos días sería
quemar tus alas de cartón
y verte impávido caer.

Ya en el suelo me acercaría
al cráter y vería
la sangre brotar caliente.
Y te besaría la frente.

Habrías entendido
que no es vuelo tu vuelo,
sino una ilusión por
tu propia ignorancia.

¿Ves? Te diría. Y asentirías.
Habrías despertado
del sueño vano y la caverna,
de las sombras y la vana ilusión.

Entonces sí verías el orbe
sin colores saturados
y perfumes que tapasen
la putrefacción.

Sabrías que al abrir los ojos
la vida no es tan fácil,
pero sabrías también
volver a empezar.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Ensayo en las nubes

  Me elevé entre los árboles y los edificios de Caballito, sintiendo el viento acariciarme las alas con menos turbulencia que frescura. Al principio costó enderezar el vuelo, pero disfruté mucho el fugaz aprendizaje; y una vez logrado me desplacé con paciente felicidad hacia plazas y parques. La luz del sol me pegaba en el pico y las plumas brillaban con ganas. Yo sabía que era hermoso. Mi pecho tierno y vigoroso bermejo a la luz contrastaba con el firmamento, que mis ojos de ave entendían interminable, vasto, como sólo la miseria entienden los humanos.

  Poco importaba el suelo lejano. Sólo priorizaba aquel cielo, el sol, y el verde feliz por momentos abundante y siempre bienvenido. Es un poco difícil de imaginar para quien no lo experimentó; sentía el cuerpo liviano, los huesos huecos, y extendida esa liviandad al resto de mi existencia. Andaba sin equipaje, sin bolsillos ni números. Era muy feliz. Aterricé un par de veces en ramas del parque Centenario, con canto efímero y agraciado, mientras absorbía la frescura del follaje y observaba a los humanos inmersos en una existencia trágica, tan turbulenta y amargada por la consciencia de su propia finitud. No sabían que el momento era eterno; no sabían que la muerte no existía.

  Fluía libre del peso sofocante de las ideas y el desesperante orden que ellos habían elaborado. No tenía nombre ni documento; mi edad no importaba, mi sexo tampoco. Las otras aves, algunos perros y un bebé también, me miraron con cariñosa complicidad, compartiéndome un amor eufórico. En retribución canté tan fuerte como mis pequeños pulmones lo permitieron. Eventualmente me acerqué a una chica alegre, de labios muy rojos y pelo castaño, que sentada sobre el pasto leía un libro para mis ojos indescifrable. Lo que intenté decirle creo que fue indescifrable para ella. Siguió sonriendo sin sospechar mi mensaje, presa de un mundo caótico y cruel, con un cuerpo pesado que no podía volar… pero podía reír y leer cosas maravillosas.


  Después desperté temprano, porque tenía que ir a trabajar.