lunes, 18 de marzo de 2013

Decimoquinto: Vacío



  Era su cumpleaños. No pasaban de las nueve y habían llegado todos los invitados. Mariana se fue a la cocina, pero sola, porque uno de sus amigos exigió jocosamente fernet con coca y su cocina es de dimensiones humildes. Hubo de observar en la heladera unas fotos sujetas con imanes. Vio una vez más su pasado compartido con un ser querido, con árboles de fondo y el sol poniente en una calle cortada. Muchos recuerdos la abordaron mientras llenaba la jarra con fernet y le ponía un poco de hielo, pero no terminó de prepararlo. Dejó de sonreír. Sorprendida por fugaces imágenes que visitaban su mente perdió la noción del tiempo; hubo de extraviarse por unos segundos en otro lado, en un paraje familiar que inmortalizaban las fotos de la heladera, y luego todo fue noche, glacial y sofocante espanto del dolor más real. De repente, Mariana sintió una imperativa necesidad de catarsis.

  Salió maquinalmente de la cocina en dirección al tumulto de gente que ocupaba parcialmente el espacio de su living y se abalanzó sobre los presentes, quienes sólo atinaron a protegerse el rostro mientras ella blandía los puños apretados, furiosos y tristes, atinando de vez en cuando algún golpe impreciso a quien pudiera. Intentaron contenerla con inicial fracaso y reinó la confusión. Se le veía brotar lágrimas espontáneas de unos ojos asustados al tiempo que gritaba palabras indescifrables, atragantándose con aquella revelación pavorosa de algo en realidad ya sabido. A la sorpresa del grupo se sumaron gestos de esos que uno hace naturalmente cuando no entiende al otro. Todos pensaron algo distinto. Le decían a los gritos Mariana, pará, pará un toque, qué te pasa, boluda… y las palabras retumbaban dentro de su cabeza tempestuosamente.

  Se animaron primero aquellos que más cerca estaban y la redujeron con fuerza pero con cariño, acompañándola en descenso hacia la madera que era suelo. A la piba ya se le nublaba la vista a causa del llanto, sus brazos se rendían y los músculos faciales se cansaban de trabajar. Exhausta, perdida, miraba inexpresiva hacia el cielo raso a través de todos esos ojos que la observaban con preocupación. Aquellos todos se le antojaron sólo entes animados que no podían comprenderla. Dominó el ambiente el silencio por unos segundos eternos hasta que alguien alcanzó a preguntarle nerviosamente, una vez más, qué le pasaba, por qué la reacción, por qué el súbito arranque de desesperación.
Ella dejó caer los brazos y cerró los ojos:
  -Mamá murió.