domingo, 31 de agosto de 2014

Escenario inconcluso de un patio y un cielo

Horacio se sintió confundido, así que intentó respirar despacio. Del entorno se sumaban datos vertiginosamente para construir un recuerdo; quiso saber qué momento del día era pero el cielo del patio estaba indescifrable. A la sombra oscura del malvón se agregaba la incertidumbre presurosa de no recordar que tuviera un malvón. Tenía la cara sucia, salada. Creyó al principio que era tierra, después sal, después transpiración. Eran lágrimas. El inmediato descubrimiento vino tenue, sin exaltación ni sorpresa. La memoria remota lo asaltó, difusa como el alba o la luna de un sueño, y se levantó de la silla para caminar un poco hacia el patio que hasta entonces había estado mirando. Lo abrumó algo visceral, así de golpe... era como una amalgama de emociones basculantes entre ira y tristeza. Mala combinación, pensó. También pensó que ya había escuchado antes la frase "amalgama de emociones" pero si le hubiesen preguntado cuándo no habría sabido responder; tampoco sabía por qué pensaba eso. Se fue por las ramas caóticas de su mente y cerró los ojos en apurado intento por acallar los pensamientos. Las emociones también. Se encontró tirado en las baldosas calientes del patio, que era una vastedad envuelta en la noche. Era de noche, mirá vos. Se dio cuenta que era de noche: ahora la soberanía emocional pertenecía a la sorpresa. Tranquilizándose miró la luna llena, clara y fría, derramando luz sobre el patio. Conocía un poema muy lindo que hablaba sobre un patio, una parra y un aljibe. Trató de recitarlo para adentro y de a poco fue sacando de su quisquillosa memoria hasta el último verso. Siempre le había parecido un poema triste.

Horacio cierra los ojos; sabe que la luna está ahí y no se va a ir a ninguna parte. Quiere soñar algo intenso durante unos segundos. Importa poco si ese sueño es hermoso o aterrador. Desea sólo, humildemente, emocionarse, por lo que el sueño deberá tener un peso abarcador que lo conmueva todo, que desfigure su mundo, con su luna, sus arrabales, sus aromas, su memoria, su carne, y su insoslayable identidad de argentino que no quiere ser sudamericano. Sabe que la muerte nos libra del sol y de la luna y del amor. Agradece en silencio que exista gente mejor que él, gente que supo usar las palabras para decir eso. Los versos de un poeta que ha muerto mucho antes de que él naciera son los que ahora roba y defiende celosamente. Horacio llega a los últimos versos en voz alta: “Serena, la eternidad espera en la encrucijada de estrellas”. En ese instante, infinito en la inmensidad del tiempo, el poeta revive.