domingo, 10 de noviembre de 2013

Decimosexto: Despedida

  Anoche soñé que comías pan y me besabas. No sé por qué, en realidad no le encuentro mucho sentido… ni siquiera me gustás. Sentía tus labios carnosos y tu lengua de mujer inquieta llena de migas. No me dio asco ni excitación. Silencio y nada. Te miraba calmo, sosegado, y vos me preguntabas asombrada por qué no lloraba. Ahí me desperté.

  Desde mi infancia no lloro. Olvidé la sensación pero a veces trato de imaginarla. Me gustaría ser de esas personas a las que les resulta relativamente fácil gozar del inminente mentón tembloroso; en cambio, todo el dolor que tengo que digerir lo termino sintiendo como una piedra pesada en el estómago, amplificado hacia el odio más puro. El proceso me convence de que no hay nada merecedor de lágrimas. Intentaría decir que te aprecio, pero hasta donde lo merezcas (que viene siendo poco). Si existe un sentimiento más intenso que podría tener hacia los demás sería, en todo caso, una mezcla de asco y rencor. Mis únicos héroes son mis muertos, quienes no pueden ya decepcionarme y serán para siempre figuras del pasado rígido. Los vivos tarde o temprano traicionan cobardemente por beneficio propio. Predomina el gen egoísta y para nadie se es indispensable. Los ciegos tantean, sumidos en la bruma de la inercia, en busca de algo que no existe… el verdadero amor está en otras partes y no en el beso novelesco apasionado, ni en el abrazo meloso de un hipócrita que te clava las uñas en la espalda, ni en el “te amo” superfluo de una parejita cuasi-adolescente, ni en el feliz cumple con el que te saluda un personaje desaparecido motivado por el compromiso, ni en comentarios sensibleros de redes sociales. El verdadero amor está en lo siempre tácito, en esa camaradería confundida con insensibilidad, en el humor que reemplaza al patetismo teatral, en quien te avisa del puñal que viaja a tu espalda, en los amantes con transparente y desvergonzada promiscuidad que se dejan ver desnudos y tenues en una habitación de oscuridad veteada por la Luna y la ciudad. No esperes hasta el final para despertar. Sé el martillo que golpea al yunque y no al revés; subí para ver el escenario desde lejos y reírte de tu ridícula tristeza trocada en polvo vil. Labrado ya el carbón serás diamante inalterable y moldearás aquello que antes te moldeaba.

Tengo que decirte algo pero no sé si lo vas a entender ahora: hace un tiempo que ya no soy tu fantasma. Me fui para siempre. Nos volveremos a ver; cuando me mires a los ojos y no me reconozcas vas a tardar un poco en descifrar qué cambió. Voy a sentir tu cara variar de la sonrisa curiosa al gesto estupefacto de sorpresa, con la misma cara imbécil que pone un nene cuando entiende que el perro muerto no volverá. Querías que me convirtiera en algo mejor y lo hice. Ahora soy demasiado para vos.

domingo, 6 de octubre de 2013

A la amante




He sabido ver la Luna por la ventana
y de tus párpados trémulos resbalar la luz.
He sabido perturbarme en la vigilia del verano,
indefenso e inútil contra tu mejor sueño.

Acaso estuve en él y no lo supimos,
olvidado al despertar todo rostro fugaz
de aquel ámbito, sin derecho interrumpido
al volver tus ojos de la ilusión.


Así como el desfile de la Luna serena
y el percibir imposible de su rumbo astral,
intangible aquello que bajo tu almohada
hubo florecido presuroso, hermoso o atroz.

Cerca, un retrato sepia que supo ser
furtivo recuerdo de un beso y un puente.
El sentir infinito el momento, recuerdo,
fue también el sincero quererte.




domingo, 8 de septiembre de 2013

La purga

  


  Un cambio profundo estaba operando en él. Miró hacia abajo y vio cómo todas esas figuras se movían a la distancia. Entre la bruma estiraba un brazo creyendo que entendía las formas, que podía tocarlas, pero cuando supo lo equivocado que estaba le dio vergüenza. Antes estaban cerca pero era él quien ahora se había alejado. Dejó morir el amor y se juró nunca más. NUNCA MÁS, se dijo. Punto, mayúscula, nunca más, punto final. Y con eso terminó de matar a su otro costado para ser león de una puta vez. Nunca más patética mariposa. Se miró esas alas coloridas buscadoras de amor, esas alas tiernas. Le dio vergüenza, entonces se las arrancó con ira visceral. Dejó crecer garras, dientes afilados y pelaje invernal. Ahora era agresivo hermético, y le pareció que eso, a su manera, también era hermoso pero sin ostentar la empalagosa sensiblería de antaño. Se sintió más fuerte que nunca y siendo león no entendió cómo antes podía haber sido mariposa.

  La mejor parte vino cuando se miró al espejo y no sintió nada. Dejó de vivir atormentado de sentidos, sufriendo el dolor en silencio frente a la indiferencia ajena; dejó de intentar hablarle a los sordos. Quién hubiera dicho que perder toda esperanza (en los demás) fuese encontrar la paz… tan bien se sintió cuando comprendió eso que no fue necesario irse de este mundo. Hizo de su caída un ascenso, para poder mirar hacia abajo y reír con crueldad de la mariposa que fue... y de todos aquellos ingenuos que todavía lo eran.

martes, 28 de mayo de 2013

Carta abierta a una miserable


7 de Abril / 2013 


  Esta no es una carta de amor, no. Es de odio. Son varios los adjetivos que te describen, pero prefiero ante todos ellos “hipócrita”, aunque oscile entre otros menos generosos y más certeros como “egoísta”, “mentirosa” o “cobarde”. Apuesto a que buscarías miserable en el diccionario porque no estás segura de qué significa. Cuando vi venir tu desesperada estrategia de embustes deliberados poco pude hacer para detenerte. No vastó haberte sospechado de naturaleza falsa desde un comienzo. Asquerosamente traicionera, mostraste tu bajeza en toda su forma, disfrazándola ante el público de inocente víctima. Tan bien la disfrazaste que algunos te creyeron. Tan bien te salió que hoy pago el precio injusto de tus actos, mientras vos gozás de la contención y complicidad de aquellos que te creen  a m i g a  porque ni siquiera sospechan que a sus espaldas fuiste otra. Mientras tanto te ceban unos mates con inmerecido afecto. Te gusta cuando algún ingenuo te cree, confía en tu palabra y te da la razón; te gusta decir que yo miento, que no sabés de qué hablo y que soy un  p e l o t u d o. Te tranquiliza tenerme lejos para que no te desenmascare, porque cuando el lobo no está cerca jugás tranquila.



  No me quejé cuando me devoró el riñón tu fría displicencia. No. Sí me quejé cuando clavaste un puñal en la espalda de mis amigos, traicionando su confianza y subestimando la mía, así que los defendí poniendo el pecho (vos no sabés lo que es eso porque nunca lo hiciste); entonces, me clavaste otro puñal apresurado a mí pero de frente… y caló profundo porque yo tenía abierto el corazón. Fiel a tu naturaleza me manchaste lo más que pudiste, porque fue más fácil eso que admitir tus errores. No quisiste hacerme frente y hoy te alivia tenerme lejos porque no podrías mirarme a los ojos sabiendo que te vi sin máscara. Más fácil que limpiar tu cagada fue limpiarte el culo… y jurar a gritos pelados que la caca era de otro. Te salió bien. Sólo vos y yo lo sabemos. Tan bien te salió que no sufriste daños colaterales, y tan bien te salió, mala mina, que yo me quedé con el gesto de asombro idiota y dolido en la cara, con el puñal en el pecho y una herida que por un rato siguió sangrando.

lunes, 18 de marzo de 2013

Decimoquinto: Vacío



  Era su cumpleaños. No pasaban de las nueve y habían llegado todos los invitados. Mariana se fue a la cocina, pero sola, porque uno de sus amigos exigió jocosamente fernet con coca y su cocina es de dimensiones humildes. Hubo de observar en la heladera unas fotos sujetas con imanes. Vio una vez más su pasado compartido con un ser querido, con árboles de fondo y el sol poniente en una calle cortada. Muchos recuerdos la abordaron mientras llenaba la jarra con fernet y le ponía un poco de hielo, pero no terminó de prepararlo. Dejó de sonreír. Sorprendida por fugaces imágenes que visitaban su mente perdió la noción del tiempo; hubo de extraviarse por unos segundos en otro lado, en un paraje familiar que inmortalizaban las fotos de la heladera, y luego todo fue noche, glacial y sofocante espanto del dolor más real. De repente, Mariana sintió una imperativa necesidad de catarsis.

  Salió maquinalmente de la cocina en dirección al tumulto de gente que ocupaba parcialmente el espacio de su living y se abalanzó sobre los presentes, quienes sólo atinaron a protegerse el rostro mientras ella blandía los puños apretados, furiosos y tristes, atinando de vez en cuando algún golpe impreciso a quien pudiera. Intentaron contenerla con inicial fracaso y reinó la confusión. Se le veía brotar lágrimas espontáneas de unos ojos asustados al tiempo que gritaba palabras indescifrables, atragantándose con aquella revelación pavorosa de algo en realidad ya sabido. A la sorpresa del grupo se sumaron gestos de esos que uno hace naturalmente cuando no entiende al otro. Todos pensaron algo distinto. Le decían a los gritos Mariana, pará, pará un toque, qué te pasa, boluda… y las palabras retumbaban dentro de su cabeza tempestuosamente.

  Se animaron primero aquellos que más cerca estaban y la redujeron con fuerza pero con cariño, acompañándola en descenso hacia la madera que era suelo. A la piba ya se le nublaba la vista a causa del llanto, sus brazos se rendían y los músculos faciales se cansaban de trabajar. Exhausta, perdida, miraba inexpresiva hacia el cielo raso a través de todos esos ojos que la observaban con preocupación. Aquellos todos se le antojaron sólo entes animados que no podían comprenderla. Dominó el ambiente el silencio por unos segundos eternos hasta que alguien alcanzó a preguntarle nerviosamente, una vez más, qué le pasaba, por qué la reacción, por qué el súbito arranque de desesperación.
Ella dejó caer los brazos y cerró los ojos:
  -Mamá murió.

domingo, 17 de febrero de 2013




Si tuviese yo las telas bordadas del cielo,
Recamadas con luz dorada y plateada,
Las telas azules y las tenues y las oscuras
De la noche y la luz y la media luz,
Extendería las telas bajo tus pies:
But I, being poor, have only my dreams;
I have spread my dreams under your feet;
Tread softly because you tread on my dreams.


W.B. Yeats