domingo, 25 de diciembre de 2016

Mundo silente

Llegó un poco más tarde de lo previsto. No tocó timbre. Como siempre, golpeó la ventana con los dedos y el ruido invadió hasta el rincón más introvertido de la casa. Todavía era de día, por lo que un poco de luz vespertina entraba por una de las ventanas grandes con vista hacia las vías y sus inmediatos yuyos. Era la última luz, naranja, directa y punzante. Alejandra se adelantó mientras yo cerraba la puerta del corredor con llave, dejó sus cosas sobre cualquier superficie de madera cercana, y se sentó a la mesa. Llena de polvo estaba la mesa con el gato joven arriba, inquieto y ruidoso quizás a causa de su juventud o de un agradecimiento cifrado por haber sido rescatado de una muerte a la intemperie. Ella prendió un cigarro y guió sus ojos hacia una pared pero sin enfocar nunca la mirada, más ocupada en sus recuerdos que en el presente. Dijo, sin muchos rodeos, que había tenido un sueño extraño. Me dispuse a preparar café mientras escuchaba el comienzo con inocencia infantil.

—Caía en tu casa de sorpresa —comenzó— y veía que las puertas estaban abiertas. Cerradas pero sin llave, digo. Y entré. Estaba silencioso y aunque era de día estaba oscuro… como abandonado. Te busqué y como no estabas me senté acá a esperarte en la mesa del comedor. En un momento me di vuelta y decías algo…

Seguí batiendo el café a la par del relato, reparando (no sé por qué) en la pava sucia que me reflejaba deformado. Llegué a ver mi expresión de desconcierto. Di unos pasos densos que acompañaban el ocaso del afuera y a cada uno parecían acentuarse las sombras de la casa, pesadas todas éstas posando sobre nosotros, envolviéndonos. En aquellos rincones ya no hubo luz cálida. Repentinamente noté que Alejandra había dejado de hablar… y la observé mientras me acercaba a un arco que hace de nexo entre habitaciones. La voz le tembló, perturbada, cuando continuó.

—…me di vuelta y decías algo. Estabas parado en donde estás ahora. Estabas desnudo, con aspecto monstruoso, sonreías diabólicamente, dabas miedo, y decías que no querías que… –se cortó al tiempo que levantaba la mirada y me observaba, ahora, en el presente. Su gesto incrédulo y lleno de espanto rebotó en mis pupilas cansadas. Me sentí distinto, sin saber cuándo había cambiado todo. Alejandra, con su cara pálida, pétrea, y los párpados abiertos en sorpresa quedó detenida en mí. El mundo fue silencio. Ahora estaba desnudo, con un aspecto monstruoso, en la repentina oscuridad de la casa, y mientras sonreía diabólicamente dije: 

—No quería que me vieras así.

El agua hervía y la pava ya no alcanzaba a reflejarme, ni deformado ni nada.