domingo, 8 de junio de 2008

Bon Voyage

Eran las dos treinta de la mañana cuando el picaporte de la puerta principal giró unos noventa grados con un silencio extraño. Un viento cálido penetró en la casa y detrás de aquel lo siguieron las pesadas huellas de Figueroa. Se sentía enfermo, casi agonizante. Su atlético cuerpo, de unos setenta y cinco kilogramos y casi un metro ochenta de alto, se desplazaba lentamente por el lugar como una masa fuera de control. Advertía sus extremidades, e incluso hasta la yema de sus dedos, como troncos pesados. Sentía, extrañamente, que no era sangre lo que corría por sus venas ni aire lo que respiraba.

Ingresó al comedor. En el centro podía ser apreciada una gran mesa con sus respectivas sillas, tan modestas como el resto del lugar. Figueroa se dejó caer pesadamente sobre una de esas sillas y de la misma forma se inclinó para desatarse los cordones. Durante unos segundos, envuelto en un torbellino de confusión, se dedicó inútilmente a buscar el orden correcto para las palabras. Si alguien le preguntara en ese preciso instante de dónde venía o hacia dónde se dirigía, pensó, no sabría responder.

Repentinamente, cuando hubo elevado su cabeza para buscar los cigarrillos con la mirada, se encontró invadido por una estremecedora corriente de energía que inundaba sus nervios. Aquella energía renovadora lo apartó de su objetivo; ya no buscaba los cigarrillos, sino que ahora dirigía la mirada hacia la pared como si quisiera ver más allá de esta, preguntándose el por qué de tan abrupto golpe de ánimo y vigor. No tardó en advertir lo extraño de aquella situación, así como tampoco ignoraba el hecho de que las aspas del ventilador arrastraran el aire en vano, pues nada sentía sobre su piel.

Figueroa experimentó entonces una serie de imágenes fugaces que asaltaban su mente de una manera escalofriante, sin conocer éste el origen de tales imprevistas. Se vio entonces de vuelta en aquel otro escenario, pudiendo finalmente responder a aquella cuestión de pasado y futuro que momentos atrás habría estado imposibilitado de resolver. Revivió, para bien o para mal, la serie de eventos desafortunados que se habrían desatado pocas horas atrás. En aquel momento, y para su sorpresa, ya no estaba en el comedor.

En la escena que se reproducía ahora en su mente, y sólo en su mente, pudo experimentar todo de nuevo.

Figueroa pudo ver una vez más el cañón del arma apuntando a su pecho. El ruso, quien sostenía la pesada herramienta, estaba parado frente a él a unos metros de distancia. Alguna vez habrían sido amigos, ahora no. Ahora la frente de ambos exudaba tanto que sus cejas se embebían en el gélido líquido del nerviosismo. Naturalmente el más preocupado era Figueroa, puesto que las probabilidades de que esa situación terminara bien eran casi nulas. Y así fue, mas sin dudar un segundo.

— Me obligaste —dijo cálidamente el ruso, de una manera en que pareciera sentir lástima. Su rostro se había tornado pálido como la nieve y la pesadez de sus párpados mostraba sin duda tristeza en tal decisión.
La sentencia fue suficiente, pues antes de que el otro pudiera articular palabra alguna, la bala recorrió su trayectoria mortal penetrando en el cavernoso tejido del corazón de Figueroa. La puntería del ruso era excelente, ambos lo sabían. Y sabían también que el latido del corazón humano genera la suficiente presión como para lanzar la sangre a una considerable distancia.

Ahora el pobre, con el proyectil alojado en su pecho, exhalaba gemidos de dolor acompañados por breves espasmos, los cuales se hacían más lentos conforme todo objeto a su alrededor comenzaba a desvanecerse. Durante esos segundos, su ejecutor le observó sin bajar el arma, aún sabiendo que no sería necesario tirar del gatillo una vez más. Figueroa se sujetaba en vano de cuanta cosa tuviera a su alcance, sabiendo que ya no podría detener el sangrado; lo único que pudo hacer antes de cerrar los ojos fue intercambiar con el otro una mirada melancólica.

Fue arrancado de esa realidad con suma violencia. De vuelta en el comedor, se halló con un rostro hermético, para entonces mostrando una expresión que fácilmente podría confundirse con indiferencia. En los próximos segundos, unos ojos vidriosos y una leve sonrisa cumplirían con el deber de sacar a relucir la más triste resignación. El arma, el arma y el ruso, pensó.

— ¡A la mierda con la famosa redención! dijo Figueroa, y estiró maquinalmente el brazo sin mucho esfuerzo para tomar un cigarrillo, o al menos lo intentó.

Pero justo en ese preciso instante, cuando ya casi la punta de sus dedos rozaba aquellos tubos mortales, sintió una suerte de golpe certero que le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta entonces de que ya no podía fumar. Sus pulmones, en efecto, ya no tenían un lugar en el mundo, por lo que no contaban tampoco con el poder necesario para tal labor. Todo su sistema respiratorio ya no existía como la materia que conocemos, así como tampoco el resto de su cuerpo.

Ya no podía fumar, no podía comer y no podía dormir. Ni beber, ni besar, ni emborracharse y cantar. Figueroa resopló calmadamente esperando que terminara la noche. Por la mañana, pensó, visitaría su tumba.

jueves, 10 de abril de 2008

Los libros mienten

  Se abre el telón. No es sino un sábado radiante más. En el centro de la escena se encuentra Mariano, sentado en uno de los escalones que anteceden a la puerta de su casa. Mientras, hojea un libro de literatura. Gallo aparece por la derecha y se sienta muy cómodamente, con un cigarrillo encendido, a escasa distancia de su interlocutor.



MARIANO. — ¿Por qué faltaste ayer?
GALLO. — Me quedé viendo un documental sobre la segunda guerra mundial. ¿Me perdí de algo?
MARIANO. — No mucho; solo que la vieja tomó la prueba de a dos, así que perdiste una buena oportunidad.
GALLO. — Dios me odia.
MARIANO. — No lo dudo. (Con evidente ironía.) ¿Estuvo bueno el documental?
GALLO. — (Entrecerrando los ojos.) Casi me descompongo con las cosas que decían; se la pasaban hablando del holocausto.
MARIANO. — Sí, lo sé. Fue algo terrible.
GALLO. — No lo fue, lo que pasa es que vos no sabés nada.
MARIANO. — ¿Así que vos, hijo de una gran puta, estás poniendo en tela de juicio mis conocimientos de historia?
GALLO. — No digo eso, sino que no sabés pensar por tu cuenta. (Mientras le da otra pitada a su cigarrillo casi terminado.) Lo único que hacés es reproducir como un lorito lo que dicen los libros. (Deja salir el humo por la nariz mientras se rasca tranquilamente la cabeza.)
MARIANO. — ¡Pero no me podés negar que el holocausto fue algo terrible!
GALLO. — Claro que puedo. Lo estoy haciendo.
MARIANO. — Pero…
GALLO. — (Interrumpe.) La historia la cuentan los ganadores, ya deberías haber aprendido eso.
MARIANO. — Pero murieron miles de personas inocentes, en campos de concentración, de formas espantosas. Muchos de ellos eran mujeres y niños.
GALLO. — (Arroja lo que quedaba del cigarrillo con exagerada violencia.) ¡Mentira! ¡Calumnia! No son más que inventos. Ellos se suicidaban.
MARIANO. — (Confundido) ¿Eh?
GALLO. — Sí. Hay una explicación perfecta; los judíos hacían huelgas de hambre, rechazando la comida que tan generosamente se les daba en los campos recreativos…
MARIANO. — (Se espanta.) ¡¿Recreativos?! Eran campos de…
GALLO. — Basta, no fueron víctimas. Es hora de que el mundo sepa la verdad. Es tiempo de que la gente deje de sentir un escalofrío al ver fotografías de las llamadas “fosas comunes” o que sienta lástima al observar a personas con aspecto cadavérico por la desnutrición.
MARIANO. — ¿Qué decís?
GALLO. — (Estira el brazo derecho y le da un capirotazo en la nuca al amigo.) ¡Despertate, boludo! Ellos hacían ayuna porque no les gustaba la ropa que les daban. Es una forma de protesta.
MARIANO. — Los nazis los mataban de hambre. No les daban comida.
GALLO. — Sí que les daban, pero ellos la quemaban. La apilaban y luego la encendían utilizando sus propios cuerpos como combustible, por eso las enormes montañas de carne quemada que conmueven los corazones de tanta gente.
MARIANO. — ¡Pero los nazis los mataban! ¡Estás enfermo!
GALLO. — (Haciendo caso omiso a la perturbación del otro, sigue hablando.) Y cuando los oficiales pasaban por sus habitaciones para darles la merienda no les habrían la puerta. No aceptaban el café y las tostadas. Se encerraban todos juntos como maricones; vaya uno a saber las cosas que harían allí dentro.
MARIANO. — (Pregunta esta vez, ya perdiendo la seguridad que lo acompañaba en un principio.) ¿No sufrían como animales en esos lugares? ¿No estaban en condiciones infrahumanas? ¿Era, acaso, otra cosa que salvajismo y crueldad extrema lo que los mantenía confinados en espacios sumamente reducidos y…
GALLO. — (Interrumpe nuevamente, haciendo un ademán exagerado.) Te lo digo y te lo firmo: se encerraban por caprichosos. ¿Vos no viste las camas que les daban? Eran cómodas, económicas, con colchones grandes. Mirá... ¡Hasta les dejaban hacer pijamas partys!... Lo que pasa es que ellos también quemaban los colchones junto con la comida, y terminaban durmiendo sobre madera, todos amontonados como cerdos.
(Largo el silencio. Gallo advierte en el rostro de su amigo una expresión familiar; en efecto, Mariano intenta recapacitar sobre el asunto.)
MARIANO. — Qué increíble… pero a mí siempre me enseñaron otra cosa en la escuela.
GALLO. — Sí, lo sé. Es que nos quieren lavar el cerebro.
MARIANO. — ¿Y por qué me dijiste que protestaban?
GALLO. — Por la ropa; no había talle para los nenes.
MARIANO. — Qué gente quisquillosa che.
GALLO. — Sí. Y a eso sumale la participación de los más chicos: se revolcaban constantemente en el barro… a propósito, claro. Entonces tenían que ser llevados a baños especiales con duchas muy complejas que, en lugar de agua sucia que pudiera empeorarlos, soltaban un gas desinfectante que cumplía con la maravillosa tarea de eliminar todos esos gérmenes. Vos decime nomás cuánta gente tiene ese privilegio hoy en día.
MARIANO. — (Enojado.) La verdad que nadie. Yo quisiera tener una de esas duchas. ¿Por qué a nosotros no nos dejan usarlas?
GALLO. — Bueno, viste…
MARIANO. — Es muy triste.
GALLO. — Sí. Se trataba de salvar sus vidas, pero ellos no querían saber nada. Y así murieron miles… o millones. Nunca se sabrá por qué hacían esas cosas; es como intentar descubrir si los animales o los cumbieros tienen consciencia.
MARIANO. — Qué gente estúpida.
GALLO. — (Asiente con resignación.)
MARIANO. — Si ahora hasta los libros mienten, no me extraña que este país se esté yendo a la mierda.
GALLO. — Nada que hacerle, bolo. Y después nos echan la culpa a la juventud.
MARIANO. — Qué hijos de puta… (Mueve la cabeza de un lado a otro con mirada despreciativa.)
GALLO. — …
MARIANO. — …
GALLO. — ¿Vamos a fumarnos un porrito?
MARIANO. — Dale.




TELÓN