miércoles, 23 de marzo de 2011

Undécimo: Cigarrillos


  Yo tengo veintiún años y creo que mis padres todavía no saben que fumo, lo cual es indiscutible evidencia de mi estupidez. En realidad me gustaría decir que no lo saben, pero considero que no existen sobre el planeta padres tan distraídos como para no sospechar, aunque sea un poco, que su hijo fuma. Empecé a los dieciocho como quien dice "a ver", pero en esa época fumaba con ganas… hoy me parece mucho dos cigarrillos por día. Lo que acabo de escribir es bueno.

  Cuando uno se acostumbra a darle vueltas al parque Centenario en un valeroso y también ingenuo intento por embellecerse descubre no sin placer que hay otros beneficios. La impresión que tiene el novato a mediano plazo es que los pulmones se fortalecen y el corazón se aleja cada vez más de posibles enfermedades o infartos. Para una persona que estaba acostumbrada a puro fierro esto es todo un descubrimiento, y de los buenos. Antes no podía correr el colectivo; ahora lo corro con ganas y me sobre energía.

  La mejor parte viene los viernes o sábados. Entro a un bar, me pido una cerveza y a los cinco minutos tengo un cigarrillo en la boca. Le siento un gusto asqueroso, lo alejo de mi cara para observarlo con minuciosidad y comprobar que es lo mismo que fumaba antes. Otra prueba de mi estupidez es haber tardado tanto en sentirles el verdadero y asqueroso sabor, por eso ahora lo estoy dejando de a poco.

Me parece que voy a probar el faso.