lunes, 30 de julio de 2012

Antítesis del rencor


  Había escrito un texto mediocre, como acostumbro, y lo subí al blog. Fue hace bastante y hablaba de lo rencoroso que soy. Que yo odio, que no doy segundas oportunidades, que es un monstruo y no lo controlo y que la puta que lo parió. Hace unos días (de pedo) lo vi y lo borré porque además de ser mediocre era pelotudo; no se cuál de esas dos cosas me produjo mayor vergüenza. Cada palabra era mentira. Recordé entonces que lo había escrito lleno de rabia, cegado por la efímera bronca hacia un primo pesado. Cuando a uno lo ofende alguien secretamente querido es más doloroso todavía, porque entonces hay que hacer de cuenta que no importa.

  Releyendo confirmé con poca sorpresa que no soy rencoroso ni voy por la vida peleando con la gente, sino más bien todo lo contrario: vivo omitiendo las faltas ajenas. Porque soy esencialmente bueno o esencialmente boludo, eso no importa. Lo importante es que soy muy indulgente con los demás, y casi siempre obtengo a cambio algo muy valioso. Digo casi siempre porque hay un pequeño porcentaje de boludos (uno, dos o cuatro, no lo sé) que son boludos irrecuperables, resistentes a todo intento de diálogo. No lo hacen por maldad, sino por auténtica estupidez. Mi primo, por ejemplo, quería (o quiere) ser como Dr. House en lo que parecía intermitentes arranques de una inmadurez cuasi infantil. Yo también soy una bolsa de defectos, pero la diferencia es que mis defectos no molestan a los demás. Utilizo este caso porque me parece ejemplar, pero no quiere decir que hoy todavía sienta rencor hacia él; más bien es indiferencia. Lo juro.

  Primo tiró varias piedras para esconder enseguida la mano, minimizando la cuestión y tramitándola al olvido. Nos alejamos. La culpa no fue mía y de un supuesto odio visceral como mecanismo de defensa, sino de quien jamás admitió sus faltas. Ya sé, ya sé… visitar el pasado puede ser un poco enfermizo, hace mal. Zambullirse en lo antiguo es olvidar el buen presente. Si el humor es propicio, uno reconstruye en el pensamiento todas las ofensas que recuerde, y lo hace de manera cada vez más deforme. Es peligroso; así es como vuelve siempre alguno de esos personajes en forma borrosa, con soberbia galopante o comportamiento imbécil. Estarán dispuestos a culpar a los demás sin mirarse al espejo. Soy consciente de que no debería criticar tanto a otros porque acaso sea yo también recurrente en alguna memoria ajena ya tergiversada. Quizás le esté quitando el sueño a alguien ahora mismo.

  No me cuesta comprender por qué algunos agreden constantemente; de verdad los entiendo. Esa actitud es común en quienes tienen un sentimiento de inferioridad, quizás sin saberlo ellos mismos. Necesitan hacerlo, y a veces lo disfrutan, porque es la única estrategia que encuentran para sentirse superiores. Me parece que ni siquiera sospechan que sea además lo más fácil y cobarde. Es eso lo simple, el escape de lo que no quieren ver en ellos mismos. Lo difícil, lo noble, es abrirse al otro y comprenderlo en lugar de lastimarlo. Por ejemplo, hubiera sido un gesto maduro por parte de mi primo una simple disculpa. Pienso que entonces hoy no lo sentiría tan lejos.

  La vida no dura tanto como para detenerse a pensar en lastimar a otros, soy como soy porque principalmente recuerdo eso. No soy precisamente alguien que reparta besos y abrazos, pero sé que amar es también otras cosas. Tengo apenas veintitrés (un pichón); cuando realmente me enfrente al paso del tiempo no quiero que el mundo me conozca como un hombre solo por cargar con el más crudo resentimiento en lugar de haber aprendido a descubrir la vida. No quiero algún día ser un viejo que nunca encontró amor porque estaba demasiado ocupado en odiar.