domingo, 9 de febrero de 2014

Tragedia sin título

Ya no le temblaban las manos, estaba en paz. Agarró el fierro que estaba sobre el escritorio y sintió una oleada de sensaciones. El frío metal y el peso en su mano le recordó la primera vez que lo sostuvo, en una noche calurosa del bajo.
–Guacho –le decía el flaco- ta re piola loco, mirá que anda joya. Y al decir “joya” arrastraba la ó con un entusiasmo gracioso. Pero Horacio no se reía, miraba el fierro y de a poco acostumbraba la palma seca al contacto con el mango. El teléfono del tipo se lo había pasado Pablito, y a lo mejor le creyó cuando dijo que era para comprarle gilada porque quería probar un poco, ver qué se sentía y demás excusas calculadas. Recordó con apatía todo el proceso de adquirir el arma definitiva, de salir a un mundo de chapas y tiros que afirmaba la fragilidad absoluta, la gloria al revés. Había pensado que sería irónico morir de un tiro ahí, por la billetera o su celular mediocre, justo esa noche, sin llegar a concretar él mismo su propio destino.
Horacio apagó la computadora y el ruido del gabinete que creía imperceptible cesó de forma abrupta, devolviendo a la habitación el silencio sepulcral que normalmente daba paso de la vigilia al caprichoso sueño. Durante unos segundos escuchó su propia respiración.
–Construimos un puente hacia aquellos que amamos –dijo en voz alta, pensando un poco en rostros que la memoria había difuminado tristemente, dejando algunos rasgos pobres.
Soltó el 38. Enseguida puso la hoja debajo de una lámpara que le proporcionaba luz tenue pero suficiente y estirando el brazo con sutileza tomó la birome que había sobre el estante de arriba. Tantas cosas se le pasaron por la cabeza… la carta era para su amiga. Quiso empezar a escribir pero no supo cómo. Quería decirle que a veces no es fácil decir las cosas, que la extrañaba, que perdonara la decisión que había tomado. Quería agradecerle su amistad. “Perdoname” puso. A continuación quiso escribir que la quería mucho, y a los demás también, pero que esos puentes se derrumbaban; se desintegraban y caían como arena entre sus dedos. Que al principio no entendía su desinterés, pero que después de un rato se había dado cuenta de que eso era rendirse. No sabía cómo explicarlo. Quiso también decirle, pensando que ella lo entendería, algo así como que se alejaba inexorablemente del mundo y de poco le servía aferrarse a la vida. Por eso tomaba esta decisión. Que no había sabido empezar de nuevo, carajo, ese era el problema. –Puta que me parió –dijo, con énfasis en la primera sílaba, y de nuevo su voz corrompía el silencio que llenaba el cuarto –hice todo mal. Giró un poco la cabeza y sintió cómo le temblaba el mentón. Supo que  por primera vez en años iba a llorar.