viernes, 11 de marzo de 2016

Mi casa

Me gusta mi casa. En mi casa estoy solo, no hay nadie más. Hay tres puertas ortodoxas y tres ventanas pertinentes que permiten licuar el sol (dependiendo de la mano y las persianas obedientes) sobre una cama, una mesa y demás artefactos decorativos. Hay, en total, tres cerraduras resguardando el paso intrusivo no tanto como quisiera pero lo suficiente según dicen. A veces hay visitantes inofensivos pero indeseados, y los he dejado morir cuando los encuentro, envenenados, mirando al cielo (o al techo).

Es cierto que hay otros visitantes, además de éstos, que sólo yo puedo percibir. Son personales e intransferibles, y nunca mueren. Son fantasmas del pasado que aparecen intempestivamente sin otro propósito que el de revolver viejas heridas. Me cuesta mucho mantenerlos a raya. Las distracciones son mecanismos tan necesarios como únicos para este fin. Una mano en el hombro, la lectura, un mate, o una conversación trivial con alguien (incluso si no le interesa saber de mis fantasmas ni de mis heridas) me parecen de repente un analgésico. Cuando el efecto del analgésico desaparece vuelven los fantasmas, inexorables, y entonces debo enfrentarlos con estoicismo o patetismo (dependiendo el día).

Decía que en mi casa hay tres ventanas que tragan luz. Pero también puede ser muy oscura, profunda y dilatada como la noche de afuera, como la calle arbolada y las misteriosas vías del tren que nunca tomé. En mis pupilas abiertas entra toda esa casa, de la cual soy dueño. Camino entre sueños y vigilia, rozando con mis manos las paredes y los marcos de las puertas, para tomar un vaso con agua y sentirlo el primero y último. También siento el olor de la lluvia vespertina y las tostadas y el café una tarde repetida. Pegan los rayos del mediodía en las paredes, rebotando en los cuadros y los espejos, que son infinitos. El camino que recorre esta luz es variable y responde a mandatos físicos. No hay plantas ni gatos ni perros ni flores. A veces los he deseado.


En el patio humilde, eventualmente, reinan voces cercanas a las que no adjudico rostros ni siquiera en la imaginación del aburrimiento. Se oyen notas de un piano que nunca vi y risas infantiles que no perturban mis oídos. Son más los momentos en los que prefiero eso, ya que el silencio puede ser violento a veces. He recibido consejos inocentes, y hasta intenté escucharlos, pero mis esfuerzos por ignorar las heridas fueron infructuosos. A mi paso dejo la sangre, y mancho a quien se acerque. Me muevo penosamente, con una carga pesada que me aplasta contra el piso, más o menos fuerte dependiendo la hora y el día; me dobla las rodillas, me encorva la espalda, y no me deja respirar. Hace mucho que no respiro.