domingo, 13 de abril de 2014

La desesperación secreta

Un miserable, eso era. Andaba por la vida sintiendo el rechazo férreo de sus contemporáneos y saboreando la soledad. Abrió un diccionario y buscó “miserable” en el idioma que hablaba ahora. En otros tiempos, hacía mucho, había hablado esloveno, japonés, mandarín, sajón, armenio. Había mutado de formas y se había disfrazado con identidades varias, sin poder nunca contárselo a nadie. Ese era el trato, no podía decírselo a nadie. Cada vez que cambiaba de cuerpo, aun manteniendo su esencia, olvidaba todo idioma anterior, y todo lugar que hubiera habitado se le antojaba extraño. Aunque percibía fragmentos difusos como, por ejemplo, que ciento cincuenta años atrás había sido un simpático joven inglés, un culto caballero inglés… y luego un misterioso anciano inglés. Perdidos los amigos, los amores, la familia, su memoria era borrada por obra de un mecanismo desconocido para renacer en otra forma. Sabía eso, pero no recordaba todo lo demás. Ni Shakespeare, ni Wilde, ni Dickens. Todo debería ser reaprendido desde las sombras de la ignorancia. Hubo de ser también un joven soldado cubano, a quien fue dada la muerte en un confuso episodio durante un golpe de Estado. Hacía más tiempo todavía, existió como un otomano que a orillas del Tùndzha vio morir a la mujer que amaba y la abrazó en llanto desesperado, pero éstos eran recuerdos indescifrables. Podía morir, pero no podía quitarse la vida deliberadamente, también eso correspondía al misterioso e incorruptible trato. Era un ente especial, dañino pero imprescindible, condenado a una naturaleza monstruosa de la cual le era imposible librarse. Acaso Dios lo necesitara para justificarse. En alguna noche de vigilia se detenía a pensar que quizás su existencia era el infierno mismo, dábase fuerzas al convencerse de que nada tenía demasiada importancia y mejor haría en tomarlo con humor.
Ahora era un argentino que vivía en la capital del país, más precisamente en el centro geográfico de ésta, que hablaba español castellano y se mimetizaba perfectamente como uno más. Los tiempos habían cambiado; podía hacer catarsis en internet y pasar desapercibido, a veces con secreta esperanza de que alguien lo rescatara. Qué difícil no poder hablarlo con nadie. Por eso siempre tenía mascotas… de manera que pudiera acercarse al oído de su gato cuando no hubiera gente cerca y con un dolor desgarrador, con íntimo y contenido horror, susurrarle quién era. Aunque a veces sentía que su sufrimiento alcanzaba un límite, no lloraba, no gritaba ni se volvía loco, porque también de eso era incapaz por naturaleza. Siempre podía sufrir un poco más. Le contaba que aunque no era su intención causaba dolor a todo aquel que amaba, y que lo abandonaban por dañino. Que no era su intención, repetía, que no quería ser quien era. Estaba condenado a una soledad asfixiante. Le decía que todo ser humano se le alejaba, irreparablemente, para siempre.
Así le develaba al gato todo lo que podía durante un rato. El animal lo miraba con magistral indiferencia felina mientras él, inclinándose rendido con unos ojos llenos de tristeza, le confiaba lo secreto, lo indecible: – Soy el diablo, por favor ayudáme.

Después apagaba la computadora y se iba a dormir.