jueves, 10 de abril de 2008

Los libros mienten

  Se abre el telón. No es sino un sábado radiante más. En el centro de la escena se encuentra Mariano, sentado en uno de los escalones que anteceden a la puerta de su casa. Mientras, hojea un libro de literatura. Gallo aparece por la derecha y se sienta muy cómodamente, con un cigarrillo encendido, a escasa distancia de su interlocutor.



MARIANO. — ¿Por qué faltaste ayer?
GALLO. — Me quedé viendo un documental sobre la segunda guerra mundial. ¿Me perdí de algo?
MARIANO. — No mucho; solo que la vieja tomó la prueba de a dos, así que perdiste una buena oportunidad.
GALLO. — Dios me odia.
MARIANO. — No lo dudo. (Con evidente ironía.) ¿Estuvo bueno el documental?
GALLO. — (Entrecerrando los ojos.) Casi me descompongo con las cosas que decían; se la pasaban hablando del holocausto.
MARIANO. — Sí, lo sé. Fue algo terrible.
GALLO. — No lo fue, lo que pasa es que vos no sabés nada.
MARIANO. — ¿Así que vos, hijo de una gran puta, estás poniendo en tela de juicio mis conocimientos de historia?
GALLO. — No digo eso, sino que no sabés pensar por tu cuenta. (Mientras le da otra pitada a su cigarrillo casi terminado.) Lo único que hacés es reproducir como un lorito lo que dicen los libros. (Deja salir el humo por la nariz mientras se rasca tranquilamente la cabeza.)
MARIANO. — ¡Pero no me podés negar que el holocausto fue algo terrible!
GALLO. — Claro que puedo. Lo estoy haciendo.
MARIANO. — Pero…
GALLO. — (Interrumpe.) La historia la cuentan los ganadores, ya deberías haber aprendido eso.
MARIANO. — Pero murieron miles de personas inocentes, en campos de concentración, de formas espantosas. Muchos de ellos eran mujeres y niños.
GALLO. — (Arroja lo que quedaba del cigarrillo con exagerada violencia.) ¡Mentira! ¡Calumnia! No son más que inventos. Ellos se suicidaban.
MARIANO. — (Confundido) ¿Eh?
GALLO. — Sí. Hay una explicación perfecta; los judíos hacían huelgas de hambre, rechazando la comida que tan generosamente se les daba en los campos recreativos…
MARIANO. — (Se espanta.) ¡¿Recreativos?! Eran campos de…
GALLO. — Basta, no fueron víctimas. Es hora de que el mundo sepa la verdad. Es tiempo de que la gente deje de sentir un escalofrío al ver fotografías de las llamadas “fosas comunes” o que sienta lástima al observar a personas con aspecto cadavérico por la desnutrición.
MARIANO. — ¿Qué decís?
GALLO. — (Estira el brazo derecho y le da un capirotazo en la nuca al amigo.) ¡Despertate, boludo! Ellos hacían ayuna porque no les gustaba la ropa que les daban. Es una forma de protesta.
MARIANO. — Los nazis los mataban de hambre. No les daban comida.
GALLO. — Sí que les daban, pero ellos la quemaban. La apilaban y luego la encendían utilizando sus propios cuerpos como combustible, por eso las enormes montañas de carne quemada que conmueven los corazones de tanta gente.
MARIANO. — ¡Pero los nazis los mataban! ¡Estás enfermo!
GALLO. — (Haciendo caso omiso a la perturbación del otro, sigue hablando.) Y cuando los oficiales pasaban por sus habitaciones para darles la merienda no les habrían la puerta. No aceptaban el café y las tostadas. Se encerraban todos juntos como maricones; vaya uno a saber las cosas que harían allí dentro.
MARIANO. — (Pregunta esta vez, ya perdiendo la seguridad que lo acompañaba en un principio.) ¿No sufrían como animales en esos lugares? ¿No estaban en condiciones infrahumanas? ¿Era, acaso, otra cosa que salvajismo y crueldad extrema lo que los mantenía confinados en espacios sumamente reducidos y…
GALLO. — (Interrumpe nuevamente, haciendo un ademán exagerado.) Te lo digo y te lo firmo: se encerraban por caprichosos. ¿Vos no viste las camas que les daban? Eran cómodas, económicas, con colchones grandes. Mirá... ¡Hasta les dejaban hacer pijamas partys!... Lo que pasa es que ellos también quemaban los colchones junto con la comida, y terminaban durmiendo sobre madera, todos amontonados como cerdos.
(Largo el silencio. Gallo advierte en el rostro de su amigo una expresión familiar; en efecto, Mariano intenta recapacitar sobre el asunto.)
MARIANO. — Qué increíble… pero a mí siempre me enseñaron otra cosa en la escuela.
GALLO. — Sí, lo sé. Es que nos quieren lavar el cerebro.
MARIANO. — ¿Y por qué me dijiste que protestaban?
GALLO. — Por la ropa; no había talle para los nenes.
MARIANO. — Qué gente quisquillosa che.
GALLO. — Sí. Y a eso sumale la participación de los más chicos: se revolcaban constantemente en el barro… a propósito, claro. Entonces tenían que ser llevados a baños especiales con duchas muy complejas que, en lugar de agua sucia que pudiera empeorarlos, soltaban un gas desinfectante que cumplía con la maravillosa tarea de eliminar todos esos gérmenes. Vos decime nomás cuánta gente tiene ese privilegio hoy en día.
MARIANO. — (Enojado.) La verdad que nadie. Yo quisiera tener una de esas duchas. ¿Por qué a nosotros no nos dejan usarlas?
GALLO. — Bueno, viste…
MARIANO. — Es muy triste.
GALLO. — Sí. Se trataba de salvar sus vidas, pero ellos no querían saber nada. Y así murieron miles… o millones. Nunca se sabrá por qué hacían esas cosas; es como intentar descubrir si los animales o los cumbieros tienen consciencia.
MARIANO. — Qué gente estúpida.
GALLO. — (Asiente con resignación.)
MARIANO. — Si ahora hasta los libros mienten, no me extraña que este país se esté yendo a la mierda.
GALLO. — Nada que hacerle, bolo. Y después nos echan la culpa a la juventud.
MARIANO. — Qué hijos de puta… (Mueve la cabeza de un lado a otro con mirada despreciativa.)
GALLO. — …
MARIANO. — …
GALLO. — ¿Vamos a fumarnos un porrito?
MARIANO. — Dale.




TELÓN