viernes, 18 de febrero de 2011

Décimo: Mate

  De pendejo, yo lo veía como una sugestión estúpida. Me negaba a entender lo agradable de la bebida, tan amarga como familiar. Era cosa de grandes, pensaba, así que cuando mi señor viejo se distraía un momento y dejaba la silla, el televisor, la pava, la mesa y demás por acción de algo que ignoro, yo me sentaba en su lugar. Ya con el mate lavado y frío buscaba azúcar en la cocina para ponerle a gusto, lo que por supuesto eran toneladas… sino no era rico. Quizás le tomé el gusto como quien le roba un cigarrillo a la tía y se termina convirtiendo en un fumador empedernido.

  Siempre digo lo mismo, lo admito, pero es cierto: no se en qué momento me transformé en una persona que escucha los Beatles, se deja la barba y toma mate incluso en soledad. Todas esas cosas van en contra de lo que muchos me habrán considerado alguna vez. Aunque ya no me deje la barba me sigo descubriendo, solo, frente al monitor y contento con un termo nuevo para cebar mis mates amargos. Amargos, encima, qué hijo de puta. El termo es muy bonito, a veces me asusta lo fácil que soy.

  La influencia de los amigos no es omisible, porque más de uno es un poco hippie, y más de uno me ha empujado hacia el sano vicio. Ahora estoy del otro lado, como me pasó con los Beatles. Me aburre escuchar a la gente que considera tarados y poco originales a quienes toman mate, estando tan seguros de que su crítica sí es original. No me perdono haber pertenecido a esa clase. Pasaron más de diez años desde que yo le robaba mates a padre; ahora los tomo oficialmente.

A veces lo tomo dulce porque soy maricón.