jueves, 6 de noviembre de 2014

Continuidad de un sueño (III)

 No podés leer por el calor, Juan; te arranca de la cama una inquietud pueril. Hay unos golpes del otro lado, además, que no cesan, supongamos producto del medido esfuerzo por ampliar un hogar. En realidad escapa a tu conocimiento el origen del ruido, por eso se te ocurre imaginarlo. Sobre el estante hay un libro que quizás habrás dejado reposado antes de la siesta. Meditás, mientras que con un cuello torcido intentás averiguar cuál es el título que exhibe el lomo, escrutando con mirada escéptica lo repentinamente ilegible, algo que significa nada ante tus ojos.

 Soñaste que estabas en otro tiempo. Soñaste que existías de una forma incorpórea y lo abarcabas todo. Ponerlo en palabras es difícil para vos, Juan, por no ser poeta o hábil escritor. Como pasa con la mayoría de las experiencias oníricas al pasar a la vigilia, la sensación se difumina como una neblina, pero alcanzás a retener algo. De repente tenés la idea de que a lo mejor eso que soñaste era estar muerto. A lo mejor eso es estar muerto, sí, pensás, pero no de una manera turbia o angustiante, sino entendiendo la llegaba del final como la paz absoluta, la liberación definitiva. Te sentís reconfortado.

 Ninguna nimiedad escapa a tus divagues mentales, entonces te preguntás ahora por qué carajo te dejaste la barba, decisión poco acertada cuando la sensación térmica probablemente sea de cuarenta grados. Pero es que no sabés qué dice el libro y la culpa (estás seguro ahora) es del calor y los golpes precisos; programada destrucción más allá de estas paredes por algo o alguien decidido. Estás ya asumiendo el fracaso, además natural y predecible, al mismo tiempo que raspás tu barba con los dedos de la mano izquierda. Cada tanto das unos pasos precipitados para examinarte frente al espejo y descubrir otro pelo impertinente entre lo negro, a veces colorado y otras veces blanco. Te gusta un poco.

 Estás abstraído en tus pensamientos y así dejás pasar un importante lapso de tiempo. Te sorprende saber la memoria un maravilloso laberinto, repleto de recovecos y bifurcaciones que convergen luego en un vasto océano. No sabés por qué pensás esto, pero es evidente que sufrís de ofuscación y ese laberinto que es la memoria en un instante se mostrará alterado, inestable y por momentos inabarcable. Algo te empujará fuera de tu mente y volverá tu atención al cuarto, como si despertaras de un sueño lúcido.


* * *


 No tenés mucho por hacer; difícil admitir que ignorás si es mañana, tarde o noche. De esta forma, y no otra, se convierte tu inmediata existencia en una sucesión de pensamientos fútiles y momentos repetidos. Durante unos minutos has estudiado, con detenimiento, con minucioso coraje, los posibles escapes a este sufrimiento. Increíblemente  no es esa tu preocupación ahora, ni sexo, ni tampoco algo como refutar o confirmar, con fría y terrible certeza, la existencia de un dios benévolo. Por el momento pensás en el calor y en esa barba que fue un error. ¿Por qué, Juan? ¿En qué desafortunado instante decidiste dejar de afeitarte? Pensaste infatigablemente cuánto le temés a ese porvenir, acaso sabiendo (pero imposible decirlo) que con él vendría la muerte, y con ella el olvido.

 Tus preocupaciones son otras ahora, cuando una vez más sentís la barba en tus dedos siniestros. Te perturba no saber en qué momento tomaste el libro ilegible, que ahora descansa sobre tu regazo. En el presente, instante irrepetible en la inmensidad del tiempo, buscás en la nada aquel momento y la razón que te impulsó a leer. No recordás nada anterior a los golpes, a aquellos párrafos póstumos que te espían ahora, a la barba y tus dedos, al calor. Todo lo que precede a esos elementos forma parte de un universo desconocido por vos, Juan. 

 La verdad es que si te pusieras ahora una mano sobre el pecho, no sentirías latidos. Alguna extraña intuición te advierte que debajo de la carcaza no hay ningún órgano. Luego cerrás los ojos e intentás concentrarte, disponiéndote, en un principio inconsciente, a escrutar la forma de tu cuerpo en medio de la oscuridad forzada, algo que se te antoja más violeta que negro. Aguantás la respiración durante unos segundos y no te ahogás. No te ahogás, Juan. Ni tu cara, ni tus manos, ni tus ojos mismos se sienten con el peso que deberían. Una angustia desesperada te invade cuando la idea comienza a tomar forma, cruenta en tu mente. Es terrible y tenés miedo. Crece la hipótesis (y con ella el terror) como una ramificación que se expande tomando fuerza hasta volverse una convicción dolorosa. Tan pronto se hubo hilvanado la idea notaste la ausencia de los golpes extraños. Entonces te has crispado, tenso, y de tus pupilas nació el espanto profundo.

 Sos vos, Juan, un artificio y no un hombre. Sos no carne, sino materia onírica (si puede llamarse así) producto acaso del pensamiento de un hombre, uno con otro nombre y que sí es carne y creador. Te ha creado a vos, Juan, a los libros y a tu cuarto, al espejo, al calor y a los golpes que ya no existen sólo porque así lo dispuso él. Ahora todo es súbito horror porque sos pensamiento y lo descubriste. Es claro entonces qué causa tus extraordinarias limitaciones: tu desconocimiento del afuera y la ausencia de recuerdos anteriores a la habitación. ¿No son acaso ficticios tus ojos? Y es que no hay luna ni sol sobre tu cabeza, pues el cuarto es tu universo completo; tampoco recordás algo anterior a esto porque nada hubo. Comenzaste y terminarás con estas palabras, y quien sabe cuántas otras veces, las cuales por supuesto no te constan, hayas existido y tenido un final abrupto. Quien sabe cuántas veces te ha matado el del otro lado, quizás alguien mediocre, patético, quien hace ahora las veces de demiurgo.

 Con el dolor de saberte quimérico, artificial, vas a dejar caer el libro. Te serán otorgadas las lágrimas que el hombre del otro lado jamás usó. Ahora tuyas, un maravilloso obsequio. Vos, Juan, antes de pasar a ser el olvido definitivo, vas a derramarlas por ambos con un dolor punzante. Las sentirás quemando ojos y un rostro de palidez impetuosa. Ahora, final, ese líquido salino impactará sobre el suelo de tu universo miserable, por el amor extinguido de quienes ya no existen en ningún mundo, y de quienes existen pero ahora están lejanos.




domingo, 31 de agosto de 2014

Escenario inconcluso de un patio y un cielo

Horacio se sintió confundido, así que intentó respirar despacio. Del entorno se sumaban datos vertiginosamente para construir un recuerdo; quiso saber qué momento del día era pero el cielo del patio estaba indescifrable. A la sombra oscura del malvón se agregaba la incertidumbre presurosa de no recordar que tuviera un malvón. Tenía la cara sucia, salada. Creyó al principio que era tierra, después sal, después transpiración. Eran lágrimas. El inmediato descubrimiento vino tenue, sin exaltación ni sorpresa. La memoria remota lo asaltó, difusa como el alba o la luna de un sueño, y se levantó de la silla para caminar un poco hacia el patio que hasta entonces había estado mirando. Lo abrumó algo visceral, así de golpe... era como una amalgama de emociones basculantes entre ira y tristeza. Mala combinación, pensó. También pensó que ya había escuchado antes la frase "amalgama de emociones" pero si le hubiesen preguntado cuándo no habría sabido responder; tampoco sabía por qué pensaba eso. Se fue por las ramas caóticas de su mente y cerró los ojos en apurado intento por acallar los pensamientos. Las emociones también. Se encontró tirado en las baldosas calientes del patio, que era una vastedad envuelta en la noche. Era de noche, mirá vos. Se dio cuenta que era de noche: ahora la soberanía emocional pertenecía a la sorpresa. Tranquilizándose miró la luna llena, clara y fría, derramando luz sobre el patio. Conocía un poema muy lindo que hablaba sobre un patio, una parra y un aljibe. Trató de recitarlo para adentro y de a poco fue sacando de su quisquillosa memoria hasta el último verso. Siempre le había parecido un poema triste.

Horacio cierra los ojos; sabe que la luna está ahí y no se va a ir a ninguna parte. Quiere soñar algo intenso durante unos segundos. Importa poco si ese sueño es hermoso o aterrador. Desea sólo, humildemente, emocionarse, por lo que el sueño deberá tener un peso abarcador que lo conmueva todo, que desfigure su mundo, con su luna, sus arrabales, sus aromas, su memoria, su carne, y su insoslayable identidad de argentino que no quiere ser sudamericano. Sabe que la muerte nos libra del sol y de la luna y del amor. Agradece en silencio que exista gente mejor que él, gente que supo usar las palabras para decir eso. Los versos de un poeta que ha muerto mucho antes de que él naciera son los que ahora roba y defiende celosamente. Horacio llega a los últimos versos en voz alta: “Serena, la eternidad espera en la encrucijada de estrellas”. En ese instante, infinito en la inmensidad del tiempo, el poeta revive. 

viernes, 23 de mayo de 2014

Ensayo ridículo sobre un pato y un lago

Había salido un pato del lago del Parque Centenario y lo corrían divertidos unos perros que, creo, son del barrio. No sé por qué me quedé mirando, aunque sospecho que daba gracia y estaba cómodo ahí sentado. Uno de los perros que acosaban al pato blanco era de una señora que caminaba al lado de mi banco. No digo que sea mío… ¡es una forma de decir! ¡No se vayan a confundir! “Vamos”, dijo la señora aunque no gritando (tenía panza prominente, pobre, pero no tanto). El perro ni bola, creo, por un rato, estaba más concentrado en corretear al blanco pato. Ella repitió su nombre pero si me lo preguntan no me acuerdo, sí me acuerdo de Alejandra sentada conmigo y de la noche también y de que era domingo. Me dijo “mirá, los perros lo molestan y se va lejos, va a pasar la reja” y le respondí despreocupado que no se preocupara, porque seguro no pasaba de donde estaba aquella vieja. Aleteaba con ímpetu en legítima defensa, el animal astuto y confiado se metió entre la maleza. Lo perdí de vista al bicho… lo perdimos, mejor dicho. La tranquilicé o eso quise, “no pasa nada” le dije; “es grande y hay gente, va a estar bien aunque se ausente”. La dueña del perro en eso nos mira y un poco nos conversa con mucha autoestima. Autoestima o canchera, no sé cómo sería, pero prefiero esa palabra porque sino no rimaría. Ya sé, soy malo en esto y no es lo mío, pero estoy aburrido: afuera llueve y hace frío.

Volviendo al tema del pato, que nos concierne, más vale, yo pienso ahora qué habrá pasado cuando le dije eso a Ale. Miró con rareza a la señora del perro y su panza, mientras no adivinaba que yo miraba su cara. Pálida, qué linda, hay que decirlo, con esos ojos oscuros y el pello lleno de brillo. Qué ternura que no sepa que se ve linda nerviosa… ¡se ruboriza cuando está en casa porque mi familia la acosa! Con las mejillas rosadas y las pupilas gigantes parece una señorita de época… elegante. ¡Pero qué tarado, mirá las cosas que digo! ¡Si nadie me controla doy vergüenza seguido! Pero no pasa nada, si mi blog no lo lee casi nadie… lo veo yo nomás y un par más de visitantes. Con gratitud reconozco esas visitas que comentan, es lo primero que veo cuando entro a mi cuenta. A todo esto, como decía, Ale siguió hablando por un rato, distraída. Vaya uno a saber si el pato volvió más tarde, porque una vez leí que el parque es muy grande. Doce hectáreas, siempre lo digo, y agrego que yo corría por ahí con un amigo… todo esto es cierto eh, yo mentiras no digo.

Entonces te comento: a todo esto y con lo del pato yo estaba contento; lástima que era domingo, encima de noche y encima nublado, y sumale que Ale se tenía que ir para otro lado. Pero no importa demasiado, coincidimos ambos dos, porque otro día nos juntamos de nuevo, miramos una peli y tomamos alcohol. O tomamos helado, que es más sano y me gusta de cualquier cosa… lo como incluso aunque le pongan licor mariposa. Nos despedimos del parque en silencio, mentalmente, para que no nos mirara raro la gente. La acompañé a la parada y nos reímos un rato. Llegó el bondi y le di un beso pero le quedé debiendo el abrazo. Igual no pasa nada porque habrá reencuentro… como el parque con el lago y el pato blanco adentro.Vivo cerca del parque, siete cuadras que no es lejos, inminente era la lluvia, me agarró frío y me sentí viejo. Al llegar a casa me miré tranquilo al espejo, mojado y pensativo, para comprobar que soy pendejo. Sobre Ale te cuento que a veces la extraño y es mutuo el sentimiento, sólo espero que me crea y no piense que le miento.


Me fui a dormir más tarde pensando en la integridad del patito, su seguridad física me preocupaba un poquitito. Hasta soñé que andaba mareado al doscientos de Camargo y le preguntaba a la gente cómo volver al lago… y después de dar un par de vueltas manzana apuraba las piernitas y llegaba hasta Antezana. En eso paraba a un tachero empinando un ala cansada, le decía algo en patuno y el tipo no le entendía nada. Igual le respondía, con sublime valentía: “quedate tranquilo que no pasa nada, te está soñando Gabriel reposado sobre su almohada”.


El pato aliviado se subió al taxi para dar un paseo, y en secreto el tachero dijo: “antes de que se despierte pedí un deseo”.

domingo, 13 de abril de 2014

La desesperación secreta

Un miserable, eso era. Andaba por la vida sintiendo el rechazo férreo de sus contemporáneos y saboreando la soledad. Abrió un diccionario y buscó “miserable” en el idioma que hablaba ahora. En otros tiempos, hacía mucho, había hablado esloveno, japonés, mandarín, sajón, armenio. Había mutado de formas y se había disfrazado con identidades varias, sin poder nunca contárselo a nadie. Ese era el trato, no podía decírselo a nadie. Cada vez que cambiaba de cuerpo, aun manteniendo su esencia, olvidaba todo idioma anterior, y todo lugar que hubiera habitado se le antojaba extraño. Aunque percibía fragmentos difusos como, por ejemplo, que ciento cincuenta años atrás había sido un simpático joven inglés, un culto caballero inglés… y luego un misterioso anciano inglés. Perdidos los amigos, los amores, la familia, su memoria era borrada por obra de un mecanismo desconocido para renacer en otra forma. Sabía eso, pero no recordaba todo lo demás. Ni Shakespeare, ni Wilde, ni Dickens. Todo debería ser reaprendido desde las sombras de la ignorancia. Hubo de ser también un joven soldado cubano, a quien fue dada la muerte en un confuso episodio durante un golpe de Estado. Hacía más tiempo todavía, existió como un otomano que a orillas del Tùndzha vio morir a la mujer que amaba y la abrazó en llanto desesperado, pero éstos eran recuerdos indescifrables. Podía morir, pero no podía quitarse la vida deliberadamente, también eso correspondía al misterioso e incorruptible trato. Era un ente especial, dañino pero imprescindible, condenado a una naturaleza monstruosa de la cual le era imposible librarse. Acaso Dios lo necesitara para justificarse. En alguna noche de vigilia se detenía a pensar que quizás su existencia era el infierno mismo, dábase fuerzas al convencerse de que nada tenía demasiada importancia y mejor haría en tomarlo con humor.
Ahora era un argentino que vivía en la capital del país, más precisamente en el centro geográfico de ésta, que hablaba español castellano y se mimetizaba perfectamente como uno más. Los tiempos habían cambiado; podía hacer catarsis en internet y pasar desapercibido, a veces con secreta esperanza de que alguien lo rescatara. Qué difícil no poder hablarlo con nadie. Por eso siempre tenía mascotas… de manera que pudiera acercarse al oído de su gato cuando no hubiera gente cerca y con un dolor desgarrador, con íntimo y contenido horror, susurrarle quién era. Aunque a veces sentía que su sufrimiento alcanzaba un límite, no lloraba, no gritaba ni se volvía loco, porque también de eso era incapaz por naturaleza. Siempre podía sufrir un poco más. Le contaba que aunque no era su intención causaba dolor a todo aquel que amaba, y que lo abandonaban por dañino. Que no era su intención, repetía, que no quería ser quien era. Estaba condenado a una soledad asfixiante. Le decía que todo ser humano se le alejaba, irreparablemente, para siempre.
Así le develaba al gato todo lo que podía durante un rato. El animal lo miraba con magistral indiferencia felina mientras él, inclinándose rendido con unos ojos llenos de tristeza, le confiaba lo secreto, lo indecible: – Soy el diablo, por favor ayudáme.

Después apagaba la computadora y se iba a dormir.

domingo, 2 de marzo de 2014

El camino al desamor

25 de Julio / 2013


 Creímos que podíamos querernos, hasta que tu monstruo terminó por comerte desde adentro, aunque hubieses pensado siempre que estaba del lado de afuera. Ni mi esfuerzo desmedido ni mi sumisión consciente a tu maltrato pudieron evitar que tus sentimientos bascularan peligrosamente entre una imagen de Gabriel maravilloso y Gabriel monstruo, como te pasaba también con otras personas. Al intentar contarte sobre las sospechas generales de que sufrías algún grado de paranoia, delirando intenciones macabras, tu agresión se potenciaba y amenazabas con lo peor, con lo que más me lastimaba de alguien que quería: el rechazo, el abandono y el olvido. Hoy, como siempre, viajaba en el veinticinco y cuando por breves lapsos mis párpados se encontraban, pasaba a sentirme despegado de la realidad, el tiempo transcurría distinto y con eventuales despertares miraba los rostros pasajeros desde lejos. En plena secuencia de conexiones oníricas te recordé; se me ocurrió que si hoy murieras hablaría con tus viejos, que no me conocen, para saber el lugar de tu entierro. Te llevaría un ramo de jacarandá porque sé cuánto te gusta y un poema de Borges que me conmueve profundamente.
 A veces imagino que lloraría… otras veces, que son mayoría, imagino que escupiría tu epitafio; depende siempre del humor que tenga. Basta recordar tu peor faceta, la predominante, para odiarte. No sé muy bien cómo se llora… supongo que me invadiría la congoja y pensaría lo incómoda que es esa palabra; sentiría lo mismo que ahora pero con la cara mojada. Se me pasarían muchas cosas por la cabeza, sobre todo los versos de ese poema que todavía me reverbera fielmente. Me acordaría de la vez en que te regalé una copia, con letra chiquita, pensando que podrías llevarla en el bolsillo con cariño, y ese fue un regalo tan valioso como sincero. Pensaría en la parte que dice “ya no es mágico el mundo, te han dejado” porque es uno de mis versos preferidos; nunca llegué a saber cuál era el tuyo. Pensaría en todas las cosas que te representan… en tus miedos, tus pasiones, tus rencores, y en todo aquello que me confiaste entre mates secretos porque pensábamos que nos queríamos mucho. Encima “mucho”… pero qué estúpidos. Pensaría en todas las atrocidades finales que dijiste en tu vasta imbecilidad, en tu profunda estupidez, sabiendo que lo único acertado fue que nunca íbamos a poder llevar una buena amistad.
Acaso guardes todavía ese poema secretamente representando en un rincón de tu mente lo que podríamos haber sido, en lugar de haberlo destruido en un torbellino de ciego infantilismo (de cualquier forma, ya no me importa). Eso pensaba hoy en el veinticinco camino a casa -te juro-, en mi reacción si por un impredecible acontecimiento pasaras a ser polvo. Te extinguirías en la memoria de otros, estoy seguro, mientras yo te recordaría… eso sí, con rencor, como el veneno que sos. 
Pero bueno, al menos no dejaría que te arrastre el olvido.

domingo, 9 de febrero de 2014

Tragedia sin título

Ya no le temblaban las manos, estaba en paz. Agarró el fierro que estaba sobre el escritorio y sintió una oleada de sensaciones. El frío metal y el peso en su mano le recordó la primera vez que lo sostuvo, en una noche calurosa del bajo.
–Guacho –le decía el flaco- ta re piola loco, mirá que anda joya. Y al decir “joya” arrastraba la ó con un entusiasmo gracioso. Pero Horacio no se reía, miraba el fierro y de a poco acostumbraba la palma seca al contacto con el mango. El teléfono del tipo se lo había pasado Pablito, y a lo mejor le creyó cuando dijo que era para comprarle gilada porque quería probar un poco, ver qué se sentía y demás excusas calculadas. Recordó con apatía todo el proceso de adquirir el arma definitiva, de salir a un mundo de chapas y tiros que afirmaba la fragilidad absoluta, la gloria al revés. Había pensado que sería irónico morir de un tiro ahí, por la billetera o su celular mediocre, justo esa noche, sin llegar a concretar él mismo su propio destino.
Horacio apagó la computadora y el ruido del gabinete que creía imperceptible cesó de forma abrupta, devolviendo a la habitación el silencio sepulcral que normalmente daba paso de la vigilia al caprichoso sueño. Durante unos segundos escuchó su propia respiración.
–Construimos un puente hacia aquellos que amamos –dijo en voz alta, pensando un poco en rostros que la memoria había difuminado tristemente, dejando algunos rasgos pobres.
Soltó el 38. Enseguida puso la hoja debajo de una lámpara que le proporcionaba luz tenue pero suficiente y estirando el brazo con sutileza tomó la birome que había sobre el estante de arriba. Tantas cosas se le pasaron por la cabeza… la carta era para su amiga. Quiso empezar a escribir pero no supo cómo. Quería decirle que a veces no es fácil decir las cosas, que la extrañaba, que perdonara la decisión que había tomado. Quería agradecerle su amistad. “Perdoname” puso. A continuación quiso escribir que la quería mucho, y a los demás también, pero que esos puentes se derrumbaban; se desintegraban y caían como arena entre sus dedos. Que al principio no entendía su desinterés, pero que después de un rato se había dado cuenta de que eso era rendirse. No sabía cómo explicarlo. Quiso también decirle, pensando que ella lo entendería, algo así como que se alejaba inexorablemente del mundo y de poco le servía aferrarse a la vida. Por eso tomaba esta decisión. Que no había sabido empezar de nuevo, carajo, ese era el problema. –Puta que me parió –dijo, con énfasis en la primera sílaba, y de nuevo su voz corrompía el silencio que llenaba el cuarto –hice todo mal. Giró un poco la cabeza y sintió cómo le temblaba el mentón. Supo que  por primera vez en años iba a llorar.