domingo, 1 de mayo de 2016

Lo inminente

  En una mañana cualquiera, que es también todas las mañanas, se separa de las sábanas inertes con una energía mágica, vertiginosa. El segundero avanza insoslayable y cada instante cuenta. El tiempo no perdona; él tampoco. Se llena los pulmones de vigilia y el aire reciclado de un mundo que sabe desvirtuado. El café es una ceremonia apurada siempre presente, entre perfume, camisa pulcra y zapatos lustrados. El día será similar a otros pero único, y es poco el tiempo que tiene para escrutar su rostro en el espejo cuidadosamente. Tiene un corazón que late fuerte a cada respiro y a cada paso, y tapa la angustia con tenacidad severa. No necesita descansar más; descansará cuando muera.


  Con movimiento firme y seguro apresta el reloj a la muñeca impaciente de recibirlo. A veces se anuda una corbata. Sabe además que debe cuidar la carne, aunque también deba vivir, y ése anhelado equilibrio es lo que tan bien aprendió a dominar para que el mundo no lo dominara a él. El esfuerzo extra de cada día es la ventaja que saca a los débiles, a los insulsos y sumisos que sobreviven pero no viven. Apronta el paso y sale del departamento dejando atrás todos los recuerdos que no necesita hoy, ni nunca. Su mundo íntimo es mínimo pero sólido y no regala amor a quien no lo merezca. Tampoco perdona, o si lo hace también olvida, que es lo mismo. En el ascensor mira con intensidad y por última vez sus ojos fugaces y afilados, oscuros, y dentro puede ver la grandeza que acecha. No en vano le fue dado su nombre.