En una mañana cualquiera, que es también todas las mañanas, se
separa de las sábanas inertes con una energía mágica, vertiginosa. El segundero
avanza insoslayable y cada instante cuenta. El tiempo no perdona; él tampoco.
Se llena los pulmones de vigilia y el aire reciclado de un mundo que sabe
desvirtuado. El café es una ceremonia apurada siempre presente, entre perfume,
camisa pulcra y zapatos lustrados. El día será similar a otros pero único, y es
poco el tiempo que tiene para escrutar su rostro en el espejo cuidadosamente.
Tiene un corazón que late fuerte a cada respiro y a cada paso, y tapa la
angustia con tenacidad severa. No necesita descansar más; descansará
cuando muera.
Con movimiento firme y seguro apresta el reloj a la muñeca
impaciente de recibirlo. A veces se anuda una corbata. Sabe además que debe
cuidar la carne, aunque también deba vivir, y ése anhelado equilibrio es lo que
tan bien aprendió a dominar para que el mundo no lo dominara a él. El esfuerzo
extra de cada día es la ventaja que saca a los débiles, a los insulsos y
sumisos que sobreviven pero no viven. Apronta el paso y sale del departamento
dejando atrás todos los recuerdos que no necesita hoy, ni nunca. Su mundo
íntimo es mínimo pero sólido y no regala amor a quien no lo merezca. Tampoco
perdona, o si lo hace también olvida, que es lo mismo. En el ascensor mira con
intensidad y por última vez sus ojos fugaces y afilados, oscuros, y dentro
puede ver la grandeza que acecha. No en vano le fue dado su nombre.
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