Ya no le temblaban las manos, estaba en paz.
Agarró el fierro que estaba sobre el escritorio y sintió una oleada de
sensaciones. El frío metal y el peso en su mano le recordó la primera vez que
lo sostuvo, en una noche calurosa del bajo.
–Guacho –le decía el flaco- ta re
piola loco, mirá que anda joya. Y al decir “joya” arrastraba la ó con un
entusiasmo gracioso. Pero Horacio no se reía, miraba el fierro y de a poco
acostumbraba la palma seca al contacto con el mango. El teléfono del tipo se lo
había pasado Pablito, y a lo mejor le creyó cuando dijo que era para comprarle gilada
porque quería probar un poco, ver qué se sentía y demás excusas calculadas.
Recordó con apatía todo el proceso de adquirir el arma definitiva, de salir a
un mundo de chapas y tiros que afirmaba la fragilidad absoluta, la gloria al
revés. Había pensado que sería irónico morir de un tiro ahí, por la billetera o
su celular mediocre, justo esa noche, sin llegar a concretar él mismo su propio
destino.
Horacio apagó la computadora y el ruido del
gabinete que creía imperceptible cesó de forma abrupta, devolviendo a la
habitación el silencio sepulcral que normalmente daba paso de la vigilia al
caprichoso sueño. Durante unos segundos escuchó su propia respiración.
–Construimos un puente hacia aquellos que
amamos –dijo en voz alta, pensando un poco en rostros que la memoria había difuminado
tristemente, dejando algunos rasgos pobres.
Soltó el 38. Enseguida puso la hoja debajo de
una lámpara que le proporcionaba luz tenue pero suficiente y estirando el brazo
con sutileza tomó la birome que había sobre el estante de arriba. Tantas cosas
se le pasaron por la cabeza… la carta era para su amiga. Quiso empezar a
escribir pero no supo cómo. Quería decirle que a veces no es fácil decir las
cosas, que la extrañaba, que perdonara la decisión que había tomado. Quería
agradecerle su amistad. “Perdoname” puso. A continuación quiso escribir que la
quería mucho, y a los demás también, pero que esos puentes se derrumbaban; se
desintegraban y caían como arena entre sus dedos. Que al principio no entendía
su desinterés, pero que después de un rato se había dado cuenta de que eso era
rendirse. No sabía cómo explicarlo. Quiso también decirle, pensando que ella lo
entendería, algo así como que se alejaba inexorablemente del mundo y de poco le
servía aferrarse a la vida. Por eso tomaba esta decisión. Que no había sabido
empezar de nuevo, carajo, ese era el problema. –Puta que me parió –dijo, con
énfasis en la primera sílaba, y de nuevo su voz corrompía el silencio que
llenaba el cuarto –hice todo mal. Giró un poco la cabeza y sintió cómo le
temblaba el mentón. Supo que por primera
vez en años iba a llorar.