Era su
cumpleaños. No pasaban de las nueve y habían llegado todos los invitados. Mariana
se fue a la cocina, pero sola, porque uno de sus amigos exigió jocosamente
fernet con coca y su cocina es de dimensiones humildes. Hubo de observar en la
heladera unas fotos sujetas con imanes. Vio una vez más su pasado compartido
con un ser querido, con árboles de fondo y el sol poniente en una calle cortada.
Muchos recuerdos la abordaron mientras llenaba la jarra con fernet y le ponía
un poco de hielo, pero no terminó de prepararlo. Dejó de sonreír. Sorprendida
por fugaces imágenes que visitaban su mente perdió la noción del tiempo; hubo
de extraviarse por unos segundos en otro lado, en un paraje familiar que
inmortalizaban las fotos de la heladera, y luego todo fue noche, glacial y
sofocante espanto del dolor más real. De repente, Mariana sintió una imperativa
necesidad de catarsis.
Salió
maquinalmente de la cocina en dirección al tumulto de gente que ocupaba
parcialmente el espacio de su living y se abalanzó sobre los presentes, quienes
sólo atinaron a protegerse el rostro mientras ella blandía los puños apretados,
furiosos y tristes, atinando de vez en cuando algún golpe impreciso a quien
pudiera. Intentaron contenerla con inicial fracaso y reinó la confusión. Se le
veía brotar lágrimas espontáneas de unos ojos asustados al tiempo que gritaba palabras
indescifrables, atragantándose con aquella revelación pavorosa de algo en
realidad ya sabido. A la sorpresa del grupo se sumaron gestos de esos que uno
hace naturalmente cuando no entiende al otro. Todos pensaron algo distinto. Le
decían a los gritos Mariana, pará, pará
un toque, qué te pasa, boluda… y las palabras retumbaban dentro de su
cabeza tempestuosamente.
Se animaron
primero aquellos que más cerca estaban y la redujeron con fuerza pero con
cariño, acompañándola en descenso hacia la madera que era suelo. A la piba ya
se le nublaba la vista a causa del llanto, sus brazos se rendían y los músculos
faciales se cansaban de trabajar. Exhausta, perdida, miraba inexpresiva hacia
el cielo raso a través de todos esos ojos que la observaban con preocupación.
Aquellos todos se le antojaron sólo entes animados que no podían comprenderla. Dominó
el ambiente el silencio por unos segundos eternos hasta que alguien alcanzó a
preguntarle nerviosamente, una vez más, qué le pasaba, por qué la reacción, por
qué el súbito arranque de desesperación.
Ella dejó
caer los brazos y cerró los ojos:
-Mamá murió.