De pendejo, yo lo veía como una sugestión
estúpida. Me negaba a entender lo agradable de la bebida, tan amarga como
familiar. Era cosa de grandes, pensaba, así que cuando mi señor viejo se
distraía un momento y dejaba la silla, el televisor, la pava, la mesa y demás
por acción de algo que ignoro, yo me sentaba en su lugar. Ya con el mate lavado
y frío buscaba azúcar en la cocina para ponerle a gusto, lo que por supuesto
eran toneladas… sino no era rico. Quizás le tomé el gusto como quien le roba un
cigarrillo a la tía y se termina convirtiendo en un fumador empedernido.
Siempre digo lo mismo, lo admito,
pero es cierto: no se en qué momento me transformé en una persona que escucha
los Beatles, se deja la barba y toma mate incluso en soledad. Todas esas cosas
van en contra de lo que muchos me habrán considerado alguna vez. Aunque ya no
me deje la barba me sigo descubriendo, solo, frente al monitor y contento con
un termo nuevo para cebar mis mates amargos. Amargos, encima, qué hijo de puta.
El termo es muy bonito, a veces me asusta lo fácil que soy.
La influencia de los amigos no es
omisible, porque más de uno es un poco hippie, y más de uno me ha empujado
hacia el sano vicio. Ahora estoy del otro lado, como me pasó con los Beatles.
Me aburre escuchar a la gente que considera tarados y poco originales a quienes
toman mate, estando tan seguros de que su crítica sí es original. No me perdono
haber pertenecido a esa clase. Pasaron más de diez años desde que yo le robaba
mates a padre; ahora los tomo oficialmente.
A veces lo tomo dulce porque soy
maricón.