Me gusta mi casa. En mi casa estoy
solo, no hay nadie más. Hay tres puertas ortodoxas y tres ventanas pertinentes
que permiten licuar el sol (dependiendo de la mano y las persianas obedientes)
sobre una cama, una mesa y demás artefactos decorativos. Hay, en total, tres
cerraduras resguardando el paso intrusivo no tanto como quisiera pero lo
suficiente según dicen. A veces hay visitantes inofensivos pero indeseados, y
los he dejado morir cuando los encuentro, envenenados, mirando al cielo (o al
techo).
Es cierto que hay otros visitantes,
además de éstos, que sólo yo puedo percibir. Son personales e intransferibles,
y nunca mueren. Son fantasmas del pasado que aparecen intempestivamente sin
otro propósito que el de revolver viejas heridas. Me cuesta mucho mantenerlos a
raya. Las distracciones son mecanismos tan necesarios como únicos para este
fin. Una mano en el hombro, la lectura, un mate, o una conversación trivial con
alguien (incluso si no le interesa saber de mis fantasmas ni de mis heridas) me
parecen de repente un analgésico. Cuando el efecto del analgésico desaparece
vuelven los fantasmas, inexorables, y entonces debo enfrentarlos con estoicismo
o patetismo (dependiendo el día).
Decía que en mi casa hay tres
ventanas que tragan luz. Pero también puede ser muy oscura, profunda y dilatada
como la noche de afuera, como la calle arbolada y las misteriosas vías del tren
que nunca tomé. En mis pupilas abiertas entra toda esa casa, de la cual soy
dueño. Camino entre sueños y vigilia, rozando con mis manos las paredes y los
marcos de las puertas, para tomar un vaso con agua y sentirlo el primero y
último. También siento el olor de la lluvia vespertina y las tostadas y el café
una tarde repetida. Pegan los rayos del mediodía en las paredes, rebotando en
los cuadros y los espejos, que son infinitos. El camino que recorre esta luz es
variable y responde a mandatos físicos. No hay plantas ni gatos ni perros ni
flores. A veces los he deseado.
En el patio humilde, eventualmente,
reinan voces cercanas a las que no adjudico rostros ni siquiera en la
imaginación del aburrimiento. Se oyen notas de un piano que nunca vi y risas
infantiles que no perturban mis oídos. Son más los momentos en los que prefiero
eso, ya que el silencio puede ser violento a veces. He recibido consejos
inocentes, y hasta intenté escucharlos, pero mis esfuerzos por ignorar las
heridas fueron infructuosos. A mi paso dejo la sangre, y mancho a quien se
acerque. Me muevo penosamente, con una carga pesada que me aplasta contra el
piso, más o menos fuerte dependiendo la hora y el día; me dobla las rodillas,
me encorva la espalda, y no me deja respirar. Hace mucho que no respiro.
1 comentario:
Estremecedor y genial. Simplemente eso.
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