Llegó un poco
más tarde de lo previsto. No tocó timbre. Como siempre, golpeó la ventana con
los dedos y el ruido invadió hasta el rincón más introvertido de la casa.
Todavía era de día, por lo que un poco de luz vespertina entraba por una de las
ventanas grandes con vista hacia las vías y sus inmediatos yuyos. Era la última
luz, naranja, directa y punzante. Alejandra se adelantó mientras yo cerraba la
puerta del corredor con llave, dejó sus cosas sobre cualquier superficie de
madera cercana, y se sentó a la mesa. Llena de polvo estaba la mesa con el gato
joven arriba, inquieto y ruidoso quizás a causa de su juventud o de un
agradecimiento cifrado por haber sido rescatado de una muerte a la intemperie.
Ella prendió un cigarro y guió sus ojos hacia una pared pero sin enfocar nunca
la mirada, más ocupada en sus recuerdos que en el presente. Dijo, sin muchos
rodeos, que había tenido un sueño extraño. Me dispuse a preparar café mientras
escuchaba el comienzo con inocencia infantil.
—Caía en tu
casa de sorpresa —comenzó— y veía que las puertas estaban abiertas. Cerradas
pero sin llave, digo. Y entré. Estaba silencioso y aunque era de día estaba
oscuro… como abandonado. Te busqué y como no estabas me senté acá a esperarte
en la mesa del comedor. En un momento me di vuelta y decías algo…
Seguí batiendo
el café a la par del relato, reparando (no sé por qué) en la pava sucia que me
reflejaba deformado. Llegué a ver mi expresión de desconcierto. Di unos pasos
densos que acompañaban el ocaso del afuera y a cada uno parecían acentuarse las
sombras de la casa, pesadas todas éstas posando sobre nosotros, envolviéndonos. En
aquellos rincones ya no hubo luz cálida. Repentinamente noté que Alejandra
había dejado de hablar… y la observé mientras me acercaba a un arco que hace de
nexo entre habitaciones. La voz le tembló, perturbada, cuando continuó.
—…me di vuelta y decías algo. Estabas
parado en donde estás ahora. Estabas desnudo, con aspecto monstruoso, sonreías
diabólicamente, dabas miedo, y decías que no querías que… –se cortó al tiempo que levantaba la mirada y me observaba, ahora, en el presente. Su gesto
incrédulo y lleno de espanto rebotó en mis pupilas cansadas. Me sentí distinto, sin saber cuándo había cambiado todo. Alejandra, con su
cara pálida, pétrea, y los párpados abiertos en sorpresa quedó detenida en mí. El mundo fue silencio. Ahora estaba desnudo, con un aspecto monstruoso, en la repentina oscuridad de la
casa, y mientras sonreía diabólicamente dije:
—No quería que me vieras así.
El agua hervía
y la pava ya no alcanzaba a reflejarme, ni deformado ni nada.