Eran las dos treinta de la mañana cuando el
picaporte de la puerta principal giró unos noventa grados con un silencio
extraño. Un viento cálido penetró en la casa y detrás de aquel lo siguieron las
pesadas huellas de Figueroa. Se sentía enfermo, casi agonizante. Su atlético
cuerpo, de unos setenta y cinco kilogramos y casi un metro ochenta de alto, se
desplazaba lentamente por el lugar como una masa fuera de control. Advertía sus
extremidades, e incluso hasta la yema de sus dedos, como troncos pesados.
Sentía, extrañamente, que no era sangre lo que corría por sus venas ni aire lo
que respiraba.
Ingresó al comedor. En el centro podía ser apreciada
una gran mesa con sus respectivas sillas, tan modestas como el resto del lugar.
Figueroa se dejó caer pesadamente sobre una de esas sillas y de la misma forma
se inclinó para desatarse los cordones. Durante unos segundos, envuelto en un
torbellino de confusión, se dedicó inútilmente a buscar el orden correcto para
las palabras. Si alguien le preguntara en ese preciso instante de dónde venía o
hacia dónde se dirigía, pensó, no sabría responder.
Repentinamente, cuando hubo elevado su cabeza para
buscar los cigarrillos con la mirada, se encontró invadido por una
estremecedora corriente de energía que inundaba sus nervios. Aquella energía
renovadora lo apartó de su objetivo; ya no buscaba los cigarrillos, sino que
ahora dirigía la mirada hacia la pared como si quisiera ver más allá de esta,
preguntándose el por qué de tan abrupto golpe de ánimo y vigor. No tardó en
advertir lo extraño de aquella situación, así como tampoco ignoraba el hecho de
que las aspas del ventilador arrastraran el aire en vano, pues nada sentía sobre
su piel.
Figueroa experimentó entonces una serie de imágenes
fugaces que asaltaban su mente de una manera escalofriante, sin conocer éste el
origen de tales imprevistas. Se vio entonces de vuelta en aquel otro escenario,
pudiendo finalmente responder a aquella cuestión de pasado y futuro que
momentos atrás habría estado imposibilitado de resolver. Revivió, para bien o
para mal, la serie de eventos desafortunados que se habrían desatado pocas
horas atrás. En aquel momento, y para su sorpresa, ya no estaba en el comedor.
En la escena que se reproducía ahora en su mente, y
sólo en su mente, pudo experimentar todo de nuevo.
Figueroa pudo ver una vez más el cañón del arma
apuntando a su pecho. El ruso, quien sostenía la pesada herramienta, estaba
parado frente a él a unos metros de distancia. Alguna vez habrían sido amigos,
ahora no. Ahora la frente de ambos exudaba tanto que sus cejas se embebían en
el gélido líquido del nerviosismo. Naturalmente el más preocupado era Figueroa,
puesto que las probabilidades de que esa situación terminara bien eran casi
nulas. Y así fue, mas sin dudar un segundo.
— Me obligaste —dijo cálidamente el
ruso, de una manera en que pareciera sentir lástima. Su rostro se había tornado
pálido como la nieve y la pesadez de sus párpados mostraba sin duda tristeza en
tal decisión.
La
sentencia fue suficiente, pues antes de que el otro pudiera articular palabra
alguna, la bala recorrió su trayectoria mortal penetrando en el cavernoso
tejido del corazón de Figueroa. La puntería del ruso era excelente, ambos lo
sabían. Y sabían también que el latido del corazón humano genera la suficiente
presión como para lanzar la sangre a una considerable distancia.
Ahora
el pobre, con el proyectil alojado en su pecho, exhalaba gemidos de dolor
acompañados por breves espasmos, los cuales se hacían más lentos conforme todo
objeto a su alrededor comenzaba a desvanecerse. Durante esos segundos, su
ejecutor le observó sin bajar el arma, aún sabiendo que no sería necesario
tirar del gatillo una vez más. Figueroa se sujetaba en vano de cuanta cosa
tuviera a su alcance, sabiendo que ya no podría detener el sangrado; lo único
que pudo hacer antes de cerrar los ojos fue intercambiar con el otro una mirada
melancólica.
Fue
arrancado de esa realidad con suma violencia. De vuelta en el comedor, se halló con un rostro
hermético, para entonces mostrando una expresión que fácilmente podría
confundirse con indiferencia. En los próximos segundos, unos ojos vidriosos y
una leve sonrisa cumplirían con el deber de sacar a relucir la más triste resignación.
El arma, el arma y el ruso, pensó.
— ¡A la mierda con la famosa redención! —dijo Figueroa, y estiró maquinalmente el
brazo sin mucho esfuerzo para tomar un cigarrillo, o al menos lo intentó.
Pero justo en ese preciso instante, cuando ya casi
la punta de sus dedos rozaba aquellos tubos mortales, sintió una suerte de
golpe certero que le hizo abrir los ojos. Se dio cuenta entonces de que ya no
podía fumar. Sus pulmones, en efecto, ya no tenían un lugar en el mundo, por lo
que no contaban tampoco con el poder necesario para tal labor. Todo su sistema
respiratorio ya no existía como la materia que conocemos, así como tampoco el
resto de su cuerpo.
Ya no podía fumar, no podía comer y no podía dormir.
Ni beber, ni besar, ni emborracharse y cantar. Figueroa resopló calmadamente
esperando que terminara la noche. Por la mañana, pensó, visitaría su tumba.
1 comentario:
Que buena historia, Gab.
¿De dónde sacaste los nombres?
Y me gusta la sensación del final...
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