Sé que a veces pensás en mí. Yo también te recuerdo.
Recuerdo tus manos y tus hombros, tus muchos rostros y silencios. De a poco pierdo
en la entreverada memoria las voces y los perfumes que alguna vez calaron
profundo en mi pecho; no los puedo traer a la superficie pero los reconocería
en cualquier tiempo y lugar. Distinguiría ojos y uñas en cualquier nación. Sé
que me leés de vez en cuando, aunque tu paso se disipa entre rutas virtuales,
músicas y otras letras, y ahora quizás la sorpresa te agita la sangre, y te
preguntás si me estaré refiriendo a vos. En sueños diurnos visito lugares de una
ciudad que caminamos juntos, recorro tu música y visito tu hogar, reproducido
fielmente en la memoria. Visito también aquellas últimas palabras que rompieron
todo y los miedos y las voces y las fotos. Recuerdo el preciso dolor al despegar las fotos de la pared, la parte más difícil fue aceptar lo definitivo.
Pero no te extraño. Estoy en otro momento y otro lugar, casi
tan lejos como quise estar. Miro anestesiado a través de una bruma espesa. Desde
hace un tiempo despierto una mañana de calor o de frío pero ya nunca despierto.
Los aromas no existen, los colores se apagan y la esperada fortuna es sólo una
sombra que no puedo compartir. Pocas y tímidas cosas mueven mi sangre y me dan
calor. El asombro inocente por el mundo y su belleza ha quedado reducido a una
repetición insulsa, una mecánica que rige la cotidianidad sofocante bajo un sol
blanco. Lejos quedó la emoción por lo nuevo, el vértigo que el porvenir aguardaba.
Ahora me levanto y me muevo, pero estoy sintiendo las manos frías, veo mis uñas
cambiar a moradas, mi rostro pálido como un domingo, y me doy cuenta de que
respiro ansiedad. Respiro ansiedad y cuento hasta cuatro para no morir de frío.
Tu hipocresía fue el veneno que entró discreto en mis venas y desde entonces tu
nombre fue una triste y mala palabra, pero sobre todo triste.